Alzada en medio de la desolación, una isla cárcel de 16 plantas realoja a los últimos descendientes de la Atlántida obrera. La palabra cárcel no es una licencia poética, sino una descripción literal. La fachada norte del edificio, la que concentra las terrazas, se encuentra absolutamente enrejada. Para que los periquitos proletarios no se escapen por una de las pocas rendijas que les deja abierta la lógica de los días modernos: el suicidio.
Lo extremadamente cercano: cuidar unas rosas. Lo extremadamente lejano: un partido de fútbol de la liga inglesa. Dos lenguajes opuestos para una misma canción de pájaro enjaulado, para un mismo lamento de presidiario. Alrededor, un océano yermo compuesto por pequeños trozos triturados de lo que algunos pensaban que era la infraestructura material de socialismo.