Testimonios de lujosa pobreza: chica, no tengo dinero, pero tengo una azotea secreta escondida bajo la manga, a la que podemos acceder gratis y sin permiso, saltándonos el toque de queda de la mercancía. Para lanzar aullidos al sol. Para celebrar la muerte de Dios y jugar al borde del desliz, del cuerpo, del instante, en lo más alto de estos días, que caerán pronto por la curva declinante de nuestras materias primas esquilmadas. Estos días en los que llegamos a ser tan felices a pesar de todo y que tanto echaremos de menos pero hoy solo suceden, como las formas caprichosas que adoptan los remolinos de un río.
¿Cómo pude estar tantos años caminando por ahí sin una azotea secreta? Porque nunca se sabe cómo terminan las tardes de Octubre. Porque necesitamos siempre un comodín a la altura de este vértigo. Para decirnos lo que queremos oír. Para dejar que la piel se erice de tiempo concreto, de oportunidad acertada, de privilegio absoluto, de amor loco, de aventura provenzal y canciones canallas. Los tejados de la ciudad ahí abajo, como una muchedumbre a nuestros pies ante la que desplegar la única megalomanía que merece la pena, una megalomanía íntima, clandestina, intraducible, que nos arraigue: poner nombre a los gigantes, a las nubes, mapear los tejados, matar a Kennedy y ejercer de hábiles francotiradores simbólicos. Y el sentirse la flor y la nata de todo el proceso.
360 grados de Madrid para girar alrededor de momentos que se bastan a sí mismos, hasta derrumbarse sobre su propia existencia, dejando huellas que las palabras no saben rastrear.