Una de las consecuencias más nefastas de la mitología progresista que todavía domina abrumadoramente las estructuras ideológicas de nuestras sociedades es el corte radical entre el mundo contemporáneo (y por tanto pos-revoluciones burguesas) y el pasado, dicotomía que además tiene una indudable interpretación moral: la modernidad como progresismo frente a las tinieblas, el oscurantismo y la deshumanización de épocas más antiguas.
Pero el mundo no comenzó en 1789. Y aunque cualquier documento de cultura puede y deber ser analizado como un documento de barbarie como nos proponía Benjamin, no es menos cierto que no podemos minusvalorar despectivamente y con soberbia, como si estuviéramos de vuelta, instituciones, modos de hacer sociedad y estructuras mentales que han funcionado durante miles de años. Y esto aunque muchas nos parezcan repulsivas, porque incluso estas tienen una lógica interna que justifica su existencia y que es preciso comprender.
El ascensionismo histórico, pensar que la historia sopla a favor de la humanidad y que está se dirige inevitablemente a niveles superiores de desarrollo es una idea tan simplista y tonta como el procesionismo (pensar la historia humana como una degradación desde una edad de oro).
Ante los retos de un retorno a una matriz energética solar (una definición rápida pero no superficial de lo que significa sostenibilidad) es imprescindible que las sociedades modernas repiensen radicalmente su relación con el pasado y salgan del estado de amnesia colectiva y furor futurista en el que nos ha sumido el empacho de combustibles fósiles y relaciones mercantiles. Necesitamos aprender de los modos de organizar la vida de sociedades que vivían mucho más constreñidas dentro de límites ecológicos.
Esto no significa, ni mucho menos, un desandar lo andado (que es imposible), ni asumir la herencia pre-capitalista como un todo que fuera preciso y bueno restablecer (como nos anima el anticapitalismo reaccionario). Simplemente reconocer (con autores poco sospechosos de filotradicionalismo como Mumford o Kropotkin) que en el legado de las sociedades humanas precapitalistas coexisten, junto con las muestras de ignominia, injusticia y crueldad que queremos dejar atrás para siempre, también realidades culturales que pueden inspirarnos ante el reto ineludible de encontrar modos de relación con el ambiente menos depredadores.