El tesoro que el día esconde (testimonios de lujosa pobreza y del oro del tiempo)

¿Lo maravilloso tiene que ser extraño, extravagante, anecdótico o puntual? Encontramos su rastro en los sueños, las casualidades, el amor loco, los encuentros que marcan una biografía. Pero también en experiencias mucho más humildes y en apariencia triviales. En este espacio, en forma de diario, se rompe una lanza reivindicando la normalidad de lo maravilloso, que puebla frondosamente en la sensualidad cotidiana. Contra cualquier idea economicista de lo maravilloso como un fenómeno escaso, la poesía es común y nos rodea por todas partes. Para cualquier persona atenta, es imposible irse a dormir sin un destello de lo que André Bretón llamó el oro del tiempo. En las antípodas de Breton, un literato en el peor sentido de la palabra como Borges afirmaba que no había ni un solo día que no estuviéramos, al menos por un momento, en el paraíso. Dar testimonio de los dones infinitos de la realidad es importante como hábito que crea una disposición fundamental tanto a nivel personal como en el plano político. A nivel personal, para subrayar con fuerza el axioma fundamental de cualquier ética materialista: el cielo es esto. A nivel político, porque el futuro de una vida buena se juega en ser capaces de reinventar el disfrute colectivo de esas experiencias de lujosa pobreza tan propias de lo maravilloso cotidiano,  que permita una vida intensa y en plenitud en un contexto de escasez energética y material creciente.

Que la magia se vuelva cotidiana sin dejar de ser mágica, o que lo común se torne extraordinario sin dejar de ser común, no es una operación imposible. Se trata sencillamente de dejar al universo aparecer tal y como es en sí mismo,  suspendiendo los intentos de hacerlo pasar por el ojo de la aguja de la utilidad, y encontrando que el derecho humano más elevado, aquello para lo que uno nace, no es sino la admiración de la realidad.