Sin Dios cantaba, allá a principios de los 90, una canción que alimentó la rabia juvenil de toda una generación y cuyo estribillo repetía con fuerza “no queremos paz sino la victoria”.
Tomo prestada la fórmula para reflexionar sobre uno de los mayores problemas internos que arrastran los proyectos anticapitalistas: la militancia actual se parece más a una terapia de grupo, o un club para sentirse parte de algo, que a un complot para ganar.