
Fotografía de Sean Hart. Fuente: http://www.seanhartphotography.co.nz/
Cuando a uno, que lleva militando toda la vida en proyectos antifascistas, anticapitalistas y ecosocialistas lo comparan con Hitler, y lo acusan de escribir “el Mein Kampf del ecofascismo ibérico”, presumiendo además de ni siquiera leer el libro que se denigra, como ha hecho Antonio Turiel, es obvio que toda respuesta es, en parte, innecesaria: quien obra así expone de modo transparente su miseria moral e intelectual. Y se descalifica a sí mismo de un modo difícilmente corregible, en el que cualquier réplica extra añadirá poco a lo que ya ha quedado expuesto a ojos de cualquiera que no sea un fanático.
Pero dado que un ecologismo transformador habitable en este país es algo mucho más importante que las heriditas en el ego reputacional que podamos tener los señoros ofendidos, y las personas implicadas tenemos alguna responsabilidad en el clima que después marca el día a día de organizaciones, colectivos o personas comprometidas en la construcción de una sociedad sostenible y justa, responderé. Por supuesto, lo que menos apetece es dialogar con la deshonestidad de manera tranquila. He estado tentado a devolver bilis a quién te regala bilis. También a contestar desde el humor, titulando este texto “Mi lucha” y siguiendo con un ejercicio de vaciles y caricaturas simpáticas. Pero haciendo caso a los consejos de amigos y colegas, algunos más próximos a los diagnósticos de Turiel que a los míos, procuraré obrar en el sentido contrario a lo que ha hecho Antonio Turiel. Y responder de un modo argumentado, sin ataques ad hominem. Siempre he defendido que los debates, incluso los intensos, enriquecen cualquier movimiento social. Pero este tipo de espectáculos tóxicos y testosterónicos seguramente no lo hacen. Y no es una tarea de vacaciones especialmente edificante dedicar tiempo a ellos.
Así que empezaré por dos cosas obvias. La primera, una distinción analítica básica. El trabajo profesional de Antonio Turiel como académico del grupo de investigación de Oceanografía Física y Tecnológica del Instituto de Ciencias del Mar del CSIC es un terreno que está completamente fuera de este debate. Ninguna voluntad de realizar ningún tipo de juicio o valoración de un campo en el que no tendría la mínima competencia para decir nada, pero tampoco interés, porque sería absurdo. Presupongo que Antonio Turiel demuestra en su trabajo el tipo de excelencia que es propia de un científico de su nivel. Lo que aquí se discutirá es la acción de divulgación científica y de intervención política sobre los problemas sociales de la crisis energética que Antonio Turiel realiza en su blog The Oil Crash y en las publicaciones, en papel o en twitter, que apuntan en esa línea, desde una ideología política que él define como decrecentista. Un terreno en el que el expertise técnico de Antonio Turiel como físico es solo la capa menos importante de un discurso que se sustenta mucho más en otras dos capas. Una de ellas son las afirmaciones o proyecciones de Antonio Turiel sobre el funcionamiento de las sociedades humanas que aspiran a estar basadas en evidencias sólidas (este es el terreno de las ciencias sociales y las humanidades, donde sí soy competente para entrar en debate). La otra es la capa de las valoraciones morales sobre las prioridades y los objetivos de la vida común, esto es, la política, donde la opinión de Antonio Turiel es exactamente igual que la mía o la de cualquier otra hija o hijo de vecino, que para eso vivimos en sociedades democráticas. Y aquí es clave evitar cualquier mistificación positivista: le guste más o le guste menos, las publicaciones por las que Antonio Turiel es un personaje público conocido, y con las que aquí se discute, son intervenciones ideológicas y políticas (más o menos fundamentadas en su conocimiento técnico como físico, pero eso es en última instancia un ingrediente parcial). Si hablamos de decrecimiento como quiere Antonio Turiel, entonces hablamos de política. Política ecologista, pero política. Y conocemos y pensamos con todas las ciencias, y también con las humanidades. Por supuesto las ciencias naturales nos aportan un suelo imprescindible. Pero lo esencial sobre decrecer se dirime en otros campos del saber.
La segunda cuestión obvia es algo que siempre he defendido. Creo que debería ser fácil empatizar con la gente que dedica su tiempo y sus energías a la intervención política, esto es, a intentar transformar las cosas a mejor, desde el convencimiento de cada cual. Antonio Turiel forma parte de este grupo de personas. Su labor divulgadora sobre temas energéticos ha sido importante, y merece reconocimiento, más allá de lo acertado o no de sus mensajes. Yo en su momento leí mucho su trabajo. Y agradezco que Antonio Turiel aceptase nuestra invitación a desplazarse a Móstoles dos veces para impartir dos charlas (2014 y 2017), en una actitud generosa con su tiempo que sé que es la norma de su comportamiento.
Incluso con cierto esfuerzo empático puedo comprender algunas molestias de Antonio Turiel con la categoría colapsista, aunque su relación con el término sea, cuanto menos, ambivalente. Digo esto porque, aunque ahora expone que considerarlo colapsista es insultante, es sencillo encontrar textos firmados por Antonio Turiel en los que hace suyo el término, como por ejemplo este (en su crónica del segundo congreso de Barbastro sobre el peak oil):
“La palabra más repetida estos días ha sido «colapso», el cual la mayoría de los ponentes dan por seguro. Por repetir la broma que hicimos durante esos días, los que allí estábamos nos podíamos agrupar en tres grupos: pacos, mocos y cocos (según fuéramos parcialmente, moderadamente o completamente colapsistas)”.
Imagino, y puedo comprender, que Antonio Turiel debe sentirse incómodo con cierta caricatura que se ha podido hacer de la cuestión del colapso en un debate que, mediado por las redes sociales, en no pocas ocasiones se ha degradado a niveles de simplicidad muy molestos. Pero no es una incomodidad menor a la que otros podamos sentir desde hace más de cuatro años con la caricatura, tan machacona como ridícula, de Green New Deal como capitalismo verde. Asumamos que si lo público es Twitter, no es posible en el siglo XXI enunciar un solo mensaje sin acumular una lista de agravios injustos y chorradas molestas. Pero en ningún caso eso justifica entrar en barrena moral e intelectual y pasar ciertas líneas rojas.
Si Turiel quisiera leer ese libro que presume de no leer, igual encontraba definiciones y matices que permitirían un diálogo razonable sobre este asunto, como el que ya estoy manteniendo con personas que tienen posiciones colapsistas más radicales o coherentes. Como para él o para sus seguidores más hooligans leer antes de juzgar debe ser una tarea indigna de su talento, dejo claro aquí que los colapsistas no buscan el colapso, y la mayoría intenta evitarlo. De hecho, incluso en términos estrictos, Turiel ha matizado sus posiciones con el tiempo. A mí, que me gusta leer a la gente con la que discuto, no me cuesta reconocer que en los años 2012, 2015, 2016 o 2017 la noción de colapso era omnipresente en sus análisis (hasta el punto de enfocar desde ella un asunto como el intento de independencia de Catalunya), y sin embargo no aparece en un libro como Petrocalipsis. Siendo rigurosos, además Turiel no es ni mucho menos la persona que más otorga al colapso la categoría de “hecho consumado o muy probable que condiciona las estrategias del presente”, que es la definición de colapsismo que se ha dado en el libro. Suele incidir en que es posible evitarlo, aunque su propuesta para hacerlo adolece de muchos problemas teóricos y políticos. Sin embargo, al mismo tiempo, Turiel sí es una persona con una enorme influencia en la consolidación de los marcos teóricos, los dispositivos de razonamiento y los enfoques ideológicos propios de lo que llamamos colapsismo, como expondré a continuación.
Por tanto, como premisa de partida, no quiero jugar al “y tu más”. Antonio Turiel no es un ecofascista aunque participe de tertuliano en la COPE o aunque algunos de sus análisis más desacertados encajen bien con discursos de la extrema derecha. Es una persona sinceramente preocupada por el rumbo desastroso de nuestra trayectoria colectiva, comprometida con una sociedad sostenible y justa, una tarea por la que hace un esfuerzo personal importante.
Pero ningún esfuerzo exime a nadie del error. El problema de fondo es que muchos creemos que ciertos planteamientos de Antonio Turiel sobre la sociedad y su futuro están no solo puntualmente equivocados, sino fundamentalmente equivocados, como otros pensarán que lo están los nuestros. Sencillamente, ha sido algo tan sencillo como levantar la mano y tomar la palabra para sugerir esto, lo que nos ha llevado hasta aquí.
Intentaré comenzar por las diferencias más amplias, e ir descendiendo hasta rebatir algunos aspectos del escrito de Antonio Turiel. ¿Por qué un debate de ideas serio sobre el colapsismo es necesario para el ecologismo, y la acusación de que se trata de extravagantes persecuciones personales una victimización absurda e innecesaria? Lo argumentaré brevemente con un ejemplo, citando uno de los últimos post de Antonio Turiel que mejor resume el tipo de esquema argumentativo que muchos consideramos problemático. Por cierto, mucho más científicamente problemático (desde las ciencias sociales) que políticamente problemático (que también, pero ese es otro tema). Por supuesto, podrían ser otras citas, porque es un discurso relativamente recurrente. En octubre de 2022, en un post titulado El porqué de un llamamiento, Antonio Turiel escribía:
“Con estos mimbres, este invierno va a ser un sálvese quien pueda, en todo el mundo y particularmente en Europa y quizá en EE.UU. Va a faltar energía. Va a haber repetidos cortes de luz, programados seguro (cortes rotatorios) y accidentales posiblemente (aunque en España es probable que no haya ningún corte de luz reseñable, pero en Europa es ya inevitable). Va a morir gente de frío. Va a producirse un hundimiento industrial, con despidos en masa. Y si el descenso industrial no es suficientemente rápido, va a acabar habiendo racionamiento de diésel (que aunque a España no le debería afectar, porque está tan bien abastecida que incluso exporta, de acuerdo con el paquete REpowerEU aprobado por la Comisión Europea en mayo se le puede imponer racionamiento si otros países se ven obligados a racionar, y que exporte los excedentes así creados hacia esos países). En el peor de los casos, comenzarán a faltar incluso alimentos. Y todo eso durante este mismo invierno”.
Pues llegó abril y el verano, y aunque la crisis energética ha generado turbulencias muy importantes que no se han resuelto (esperables por las tensiones geopolíticas derivadas de la invasión rusa de Ucrania, aunque el colapsismo promedio le guste pensar invirtiendo los términos, siendo siempre la guerra -y cualquier otro fenómeno político- la respuesta automática a la escasez de energía), la realidad ha quedado bastante lejos del pronóstico.
¿Significa esto que los asuntos que preocupan a Antonio Turiel sean irrelevantes? En absoluto. Son graves, importantes y deben tener su sitio en nuestro debate público (complementados con otros datos y otras visiones menos pesimistas, pues nadie, tampoco Turiel por más que sorprenda a sus seguidores, tiene el monopolio del conocimiento verídico sobre una realidad siempre más compleja y cambiante de lo que nadie puede pensar solo). Pero más allá de que los datos de base puedan ser mejores o peores, el problema real que hemos osado discutir es que de modo sistemático, y en buena medida inconsciente, se meten esos datos en una muy mala máquina teórica, que tiende a fabricar chapuzas sociológicas. Que luego además son, inevitablemente, propensas a enfoques que muchos consideramos políticamente torpes, contraproducentes, o cuanto menos suficientemente discutibles como para distanciarse de ese camino y hacer política ecologista de otra manera.
Este modus operandi es el código fuente teórico de esa constelación ideológica que llamamos colapsismo. Y aunque si bien Antonio Turiel defiende que podemos esquivar el colapso (en sus propias palabras, debe ser un “paco”, una persona “parcialmente colapsista”), lo cierto es que su metodología de análisis sobre lo social condensa bien los problemas teóricos e ideológicos del colapsismo. Algo que además Antonio Turiel hace con un ingrediente extra: una particular osadía en sus intervenciones públicas que no tienen otros compañeros que comparten su diagnóstico, pero son mucho más prudentes. Un arrojo epistemológico quizá motivado por la sensación de responsabilidad que le otorga ser una persona pública escuchada con un número importante de seguidores, algunos con un perfil psicológico muy particular (el tipo de seguidores que, después del post de su referente, tienen tiempo y ganas para enviarme insultos al correo de mi trabajo).
El caso de este último invierno no es, insisto, una situación nueva para Antonio Turiel, aunque la rotundidad de la apuesta en alcance y en la proximidad de la fecha difiera de otras precedentes. Como si esta vez hubiera contado con un plus de certeza que permitiera jugársela a redimir los pronósticos fallidos anteriores y su inevitable desgaste en términos de credibilidad. Y supongo que aquí está parte del problema que está llevando a Antonio Turiel a perder los papeles, y no solo conmigo, pues su lista de insultados y despreciados no deja de crecer: acumular sobre sus espaldas mensajes que nuestra desquiciada esfera pública entiende como profecías fallidas. Mensajes que van arrinconando la imagen de uno en la esquina de los agoreros, los profetas o los conspiranoicos. Son calificativos injustos para una persona que, al margen de los errores que pueda cometer como intelectual político decrecentista, hace aportes a la causa en la que cree, y de modo independiente, realiza un trabajo como profesional en el campo de la investigación científica.
No obstante, igual también es responsabilidad de cada uno separar lo mejor que pueda su trabajo de investigación de su tarea política y divulgadora. Como también es responsabilidad de cada uno calibrar el grado de sensacionalismo con el que, en esta última esfera, se quiere intervenir públicamente, con sus beneficios, como el incremento de seguidores, y sus costes: convertir el error en descrédito. El error, por cierto, no debería ser sancionable, como nos enseñó Paulo Freire. No pasa nada por equivocarnos como se ha equivocado Antonio Turiel, todos lo hacemos y lo seguimos haciendo muchas veces. Pero para ello debe darse en un espacio de reflexividad compartida al que, en primer lugar, el capitalismo neoliberal, con sus comunidades trituradas, no es muy propicio. Antonio Turiel además, aunque en su balance anual de The Oil Crash vaya recopilando sus muchos pronósticos fallidos, no contribuye a mejorarlo en absoluto con su tono y sus formas.
El problema es que sus tonos y sus formas son, precisamente, lo más atractivo para la parte de sus seguidores más apasionada, que así se sienten iniciados en una verdad revelada y omniexplicativa, e integrados en una aristocracia intelectual que conoce los grandes secretos de nuestro mundo y se separan de la masa vulgar (como la función exponencial, ese arcano que se estudia en 4º de la ESO). En el fondo, es el esquema mental de cualquier teoría de la conspiración: sentirse dentro de una supuesta zona VIP intelectual. Por supuesto, en absoluto todos los seguidores de Turiel responden al perfil de tronados que te escriben insultando por twitter o al correo de tu trabajo, en un fenómeno de trollismo linchante que en este país conocemos muy bien por cómo lo usan algunos partidos políticos embarrando cualquier racionalidad colectiva. Pero es indudable que una parte de sus seguidores sí, y supongo que esto tiene un efecto arrastre. Si yo fuera amigo de Antonio Turiel, intentaría darle un consejo: no se puede mantener al mismo tiempo el respeto científico y una corte sedienta de inputs que confirmen la verdad que da sentido a su vidas, y con la que se sienten especiales.
Es importante recalcar que el problema de un texto como El porqué de un llamamiento, antes citado como ejemplo de otros muchos, no es solo político. Es especialmente científico (visto desde esas otras ciencias que son las ciencias sociales): ese tipo de proyecciones están fundamentadas en un conocimiento muy pobre de las dinámicas de funcionamiento de nuestras sociedades. No obstante, aunque la dimensión política es secundaria, animo a los aficionados a la ficción política a especular qué hubiera pasado si, por ejemplo, los grandes partidos de la coalición de gobierno se hubieran tomado radicalmente en serio el llamamiento de Turiel. Y, tras la alarma fallida, quién estaría hoy conformando gobierno para los próximos cuatro años decisivos.
Pero volviendo a la cuestión de la ciencia, aquí subyace otro asunto importante, tanto para el trasfondo del debate sobre el colapso como, en este caso particular, para desmontar las falacias del texto del señor Antonio Turiel. Si Antonio Turiel quiere jugar al juego ridículo de académicos versus políticos, debemos partir de la base de que soy Científico Titular del CSIC y desde hace unos meses además Vicedirector del Departamento de Lengua, Literatura y Antropología, aunque es verdad que hace menos de dos años que retomé mi carrera académica, que conoció un parón de cinco años, justo tras doctorarme, para dedicarme al trabajo político institucional. Además de mis investigaciones cotidianas, soy co-IP de un proyecto de investigación “Humanidades energéticas”, financiado por el plan Nacional y nos acaban de conceder un Proyecto Horizont, con generosa financiación Europea, donde lidero el paquete de trabajo del CSIC en un partenariado internacional dirigido por la Organización de Estados Iberoamericanos para estudiar comparativamente la dimensión social de las políticas públicas de transición energética en América Latina y Europa. Lo menciono porque lo común a estos dos proyectos es que han sido concedidos por una razón que Antonio Turiel desprecia, despreciando de paso sectores científicos enteros de la ciencia española (“un antropólogo del Instituto de Lengua”, me llama despectivamente). Esa razón es que ambos proyectos se ajustan a una línea de investigación prioritaria para el sistema científico europeo que cualquiera con dos dedos de frente comprende: nuestros problemas con la crisis ecológica se derivan, en parte, porque faltan aproximaciones desde las humanidades y las ciencias sociales al factor más decisivo de la misma, que es la complejidad del cambio social, cultural y político intencional. En parte, el debate del colapso es un síntoma de nuestra incapacidad social para pensar transdisciplinarmente. Antonio Turiel, en este punto, da muestras de un tipo de soberbia que solo es posible desde una notable ignorancia. En el fondo, en términos de reflexividad epistemológica y ontológica, lo que destila al menos su texto (tampoco se puede juzgar a alguien por un solo texto) es una mentalidad propia del siglo XIX. Alguien con un desconocimiento notable de cualquier cosa que tenga que ver con ciencias sociales o filosofía de la ciencia. Supongo que se puede hacer una física oceánica excelente con tales mimbres. Pero desde ahí es casi imposible hacer buena divulgación sobre asuntos donde lo social es la variable clave. Y menos buenas intervenciones políticas.
Expongo todo esto porque Turiel empieza su texto con una afirmación tan delirante que da hasta pudor rebatirla: “una polémica artificialmente inflada por un partido político español contra académicos españoles”. Hace falta talento, que sin duda Antonio Turiel demuestra de sobra, para escribir tantos disparates en tan poco espacio. Le alegrará mucho oír a Antonio Turiel que para el partido en el que yo milito su actividad es estrictamente irrelevante. Lo que está intentando hacer aquí Turiel es movilizar las fobias que pueda despertar Más Madrid por otras razones para embarrar un debate que nace desde otros lados. En parte desde el ecologismo social organizado. Pero en parte también desde la misma academia. Por poner un ejemplo, un artículo como Colapsismo, la cancelación (ecologista) del futuro, aunque no es un texto estrictamente académico (una discusión bastante general con las ideas colapsistas que Antonio Turiel se tomó, como todo, como parte de su imaginaria caza de brujas), está firmado por dos científicos titulares del CSIC y un Ramón y Cajal del CSIC, de tres institutos distintos. Solo yo milito en un partido político.
En vez de ver manos negras detrás de cualquier cosa que se parezca a una crítica, aunque sea respetuosa, igual Antonio Turiel podría probar a pararse a escuchar qué tienen qué decir gente que lleva toda la vida estudiando e investigando al respecto. Al menos si quiere decir cosas fundamentadas sobre la sociedad, la economía, el cambio histórico, la política o la cultura que se eleven un poco más allá del estándar de un tertuliano medio. Quizá así podría evitar algunos errores muy básicos, como sus ocurrencias sobre “relativismo posmoderno” que sencillamente impiden a Antonio Turiel ser tenido en consideración en un debate mínimamente serio sobre la dimensión social de esa crisis socio-ecológica que Antonio Turiel se preocupa por revertir. De paso, así podría no empujar al ecologismo a una trayectoria de “posmomanía” tan superficial como tóxica, cuyo punto de llegada reaccionario es de sobra conocido, como estamos viendo con el feminismo o con la lucha obrera. También quizá le serviría a Antonio Turiel para tener la más mínima idea de qué es el fenómeno social y político del fascismo, y no banalizarlo con sus insultos. Turiel ha querido llevar este problema epistemológico hasta el extremo del bochorno. Pero una de las claves del debate sobre el colapso está en la incapacidad de los enfoques de algunos científicos naturales e ingenieros (por suerte no todos, esta no es una guerrita de ciencias y letras), atrincherados en concepciones vetustas y desfasadas de la ciencia, para dialogar con el conocimiento de las ciencias sociales y las humanidades.
En definitiva, todo este debate surge, aquí y en muchos otros países impulsado por gente muy distinta (lo que ya desmonta irrefutablemente los delirios maniaco-persecutorios de Antonio Turiel), porque en el ecologismo hay una creciente cantidad de compañeros que, con buenas intenciones y un nivel comprensible de desesperación (o bien un respetable aunque a mi juicio desacertado rechazo anarquista a las macro-estructuras de poder moderno) apuestan a que el colapso es un hecho consumado o muy probable. Un centro de gravedad que hace girar todo el imaginario de respuesta ecologista alrededor de él. Lo plantean en base a datos sin duda muy alarmantes de los que hay que hacerse cargo. Y es una posición legítima con la que merece la pena discutir en serio. Y que además, aunque esto sea de nuevo una cosa muy obvia, no agota intelectualmente ni a las personas ni a las discusiones pertinentes. Puedo discrepar con Jorge Riechmann o Luis González Reyes de la cuestión del colapso. Pero sigo aprendiendo de ellos en muchas otras cuestiones. Y por supuesto colaboraremos si hace falta en cualquier proyecto que haga avanzar la causa común. De verdad que no es tan difícil.
Algunos hemos intentado abordar la discrepancia sobre el colapso poniendo sobre la mesa algunos argumentos básicos. En primer lugar, esos datos alarmantes, incluso en los aspectos puramente técnicos, son más complejos, ricos y abiertos de lo que se tiende a presuponer en los discursos colapsistas. Y animo a cualquiera a contrastar el diagnóstico que se da como un hecho demostrado en una revista como 15/15\15 con los documentos en los que mis compañeros del CSIC que trabajan en temas de energía publican como síntesis de sus investigaciones, por ejemplo el Libro Blanco de desafíos 2030 del CSIC, Clean safe and efficient energy. O en el recientemente publicado informe de ciencias para las políticas públicas, ¿Cómo garantizar un sistema energético seguro, eficiente y limpio? Y que cada lector juzgue con su propio criterio.
Antonio Turiel recuerda en su texto que la verdad científica no se descubre por mayoría democrática. Cierto. Pero los consensos científicos, con todo lo complejos y abigarrados que son, aunque siempre sean falsables con el tiempo, son la única herramienta que nos garantiza aplicar técnicamente un saber fundamentado en evidencias, aunque sea provisionales. Y son la única institución colectiva correctora que nos protege de los desvaríos intelectuales a los que es propensa cualquier mente solitaria, por muy inteligente que sea (el antivacunismo también está respaldado por investigadores con un doctorado). En esta vida mucha gente lista se autopercibe llamada al premio Nobel y acaban siendo sencillamente unos iluminados. Es la ardua construcción de consensos científicos la que hace el cribado imprescindible para la toma de decisiones sociales y políticas técnicamente fundamentadas.
Sin embargo, el verdadero nudo a afrontar colectivamente en el debate del colapsismo es que, al margen de esos datos, y como no dejamos de insistir aplicando para ello avances sólidos de las ciencias sociales, lo que hay detrás es un modo de pensar lo social profundamente problemático y deficitario (determinismo, mecanicismo, reduccionismo, positivismo cientifico muy simplista, incomprensión de la autonomía de lo político y de los mecanismos de comportamiento colectivo humano). Que lleva al ecologismo a deslizarse hacia profecías científicamente fallidas, como la de considerar algo definido como colapso un acontecimiento asegurado y más o menos inminente. Y de ahí a cometer lo que algunos percibimos como una serie de errores políticos importantes. Errores que a mí personalmente me carcomen (porque aunque el colapsismo exagera con las fechas, es verdad que tiempo para equivocarnos no nos sobra en estas décadas decisivas). Y por eso hago un esfuerzo en que, como parte integrante de un movimiento transformador, no los cometamos. Pero entiendo que a otros les carcomerá lo que perciben como nuestros errores. Por eso es importante que estas disputas se den desde cierta tolerancia a las convicciones de cualquier compañero o compañera.
Definir operativamente mejor qué es eso del colapso. Intentar diversificar los datos de entrada del diagnóstico, que al menos en su dimensión energética ya no pueden ser los mismos que en 2004 o 2005 porque en el ámbito de la energía muchas cosas han cambiado. Y sobre todo intentar desmontar, desde el conocimiento que aportan las ciencias sociales y que suele ser sistemáticamente ignorado, la arquitectura de esa máquina teórica inconsciente que empuja al ecologismo a tropezar tantas veces con las mismas piedras de las profecías fallidas. Y que incrementa innecesariamente su derrotismo. Esta ha sido una de las dos intenciones centrales de ese Mein Kampf del ecofasicsmo ibérico que, según Antonio Turiel, es el libro Contra el mito del colapso ecológico. La otra, argumentar eso que fue el título inicial del libro: sí hay futuro. Y hacerlo desde una perspectiva que incorpore ya no solo lo que nos dice la ciencia social, sino la sabiduría política acumulada por los movimientos transformadores en su historia reciente. También el análisis de las novedades de nuestra coyuntura histórica, como la muerte política del neoliberalismo. Para quien tenga curiosidad y quiere profundizar más en todo ello, está el libro. Y quién quiera algo más sintético, algunas de sus tesis han sido explicadas en debates interesantes y respetuosos que hemos mantenido Jorge Riechmann y yo al respecto.
El mito del colapso ecológico es el mito de dar por imposible o ya por perdida la transición hacia una sociedad ecosocialsita, sostenible y justa. El mito de pensar, como afirma una canción colapsista, que el siglo XXI sobra. No, el siglo XXI no sobra. Y lo afirmo no solo desde la fuerza de voluntad. Lo afirmo desde el mejor conocimiento científico que está a nuestra disposición. Se ha acusado al libro de negacionista desde una profunda deshonestidad intelectual: el único negacionismo que cabe en las páginas del libro es el negacionismo de la derrota. Y por entrar a rebatir cualquier atisbo de confusión, quizá hubiera sido más exacto llamarlo mito del colapso ecosocial que ecológico, pues el colapso ecosistémico claro que existe y no es un mito. Pero esta “inexactitud” del título solo puede ser un problema real para alguien que quiera rebajarse a debatir con memes de Twitter y no con ideas. Las editoriales buscan títulos accesibles o llamativos, y no pasa nada. De hecho, no es más inexacto “El mito del colapso ecológico” que “Sin energía” de Antonio Turiel. Y a mí se me caería la cara de vergüenza si empezase una crítica a Antonio Turiel recriminándole “afirmas que no hay energía, y el apocalipsis está aquí, lo pone en el título de tu libro que por cierto no me he leído”. En fin, incluso aunque se haya perdido contra uno las formas, no hace falta responder perdiendo la condición adulta.
Hemos llegado a esta situación que genera vergüenza ajena en el ecologismo transformador (anticapitalista, ecosocialista) del Estado español, sencillamente, porque algunos hemos cometido la gran herejía de querer discutir sobre estos temas. Algunos que, además, tenemos mucho menos poder académico o influencia, pues somos como mínimo una generación más joven que aquellos que marcan la línea mayoritaria y con una condición vital mucho más precaria (en mi caso ya no, pero no llevo ni dos años siendo investigador funcionario). Algo que no dice cosas bonitas del ecologismo de nuestro país como espacio intelectual generoso y plural. Y aunque en cualquier debate ideológico hay roces y salidas de tono, más en una era de intercambios mediados por algoritmos confrontacionales como es Twitter, creo que por mi parte las formas han sido correctas. Animo a cualquiera a encontrar en ese Mein Kampf del ecofascismo español no solo algún insulto equiparable a los que me regala Antonio Turiel, sino sencillamente algún insulto o alguna falta de respeto a alguien.
Por si cupiera alguna duda, en ese artículo que Turiel cita como “salvaje y despectivo”, se podía leer que Turiel y el resto de compañeros firmantes eran personas “claramente comprometidas con una sociedad sostenible y justa”, y además que el artículo, pese a los errores que detectábamos en él, “enfocaba asuntos graves que merecían mucho interés”. Igual, y este es un tic exclusivamente de Antonio Turiel y no de otros compañeros colapsistas con los que se puede tener diálogos constructivos, Antonio Turiel tiene un pequeño problema de percepción, que es de sobra sabido que le sucede con mucha gente, de considerar “salvaje y despectivo” cualquier modesto intento de cuestionarle el monopolio de la razón.
¿Puede el ecologismo agrupar personas, colectivos o líneas estratégicas, políticas y de diagnóstico diferente? Puede y debe, porque la sociodiversidad es un seguro de versatilidad política, como nos enseña la historia. Y este respeto a la pluralidad no es incompatible con que cada parte, que además son permeables y cambiantes en función de dónde se ponga el foco, intente ser todo lo convincente que sepa, procure hacer valer sus posiciones cuando surgen debates, y se organice para poner en práctica su hipótesis. Se trata, como expusimos en un texto colectivo para variar también denostado por Antonio Turiel, de saber combinar el alcanzar acuerdos con el pactar disensos. De todos modos, y para cualquiera que lo mire de lejos, resulta ligeramente sorprendente el nivel de hostilidad con el que han sido recibidas las propuestas de una generación más joven del ecologismo, que con un número escasísimo de fuerzas (literalmente, un puñado de millennials), está probando a hacer las cosas de una manera un poquito diferente (al menos Jorge Riechmann nos reconoce que la empresa es bienintencionada y tenemos derecho a equivocarnos).
Hostilidad que por cierto, si alguien quiere hacer la genealogía estricta de esta telenovela, no empezó en verano 2022, sino en primavera 2019, con un libro que en muchos casos tendía muchos puentes y reconocimiento con el mundo colapsista, pero que cometió el gran pecado de intentar pensar en términos de victoria electoral (aclaro, puesto que a este señor le cuesta mucho no salir corriendo a meterse en el ojo de todos los huracanes, que no fue una hostilidad específica de Antonio Turiel, que respondió con indiferencia condescendiente, aunque ahora nos dedique unas bonitas palabras respecto a su plumbea prosa). Este tipo de roces generacionales entre la vieja guardia y la nueva escuela son comunes en cualquier movimiento social. Pablo Alonso escribió hace unos meses un buen hilo de twitter al respecto. El caso más cercano y conocido es el del feminismo. Con todo, dada la asimetría de poder académico o mediático, o de simple influencia en el ecologismo entre ambas partes, resulta llamativa una reacción tan defensiva. En el fondo, creo que es una especie descarnada e indirecta de elogio.
Expuesto lo sustancial de la polémica que hay detrás de todo esto, y para no abusar más de la paciencia del lector de seriales veraniegos psicodramáticos de la interna ecologista, paso a contestar tres falacias del texto de Antonio Turiel de modo esquemático:
-No sé si para no afrontar la idoneidad o no de los discursos sobre el colapso, el más que evidente desfase científico entre lo pronosticado hace una década y lo que está ocurriendo, o quizá simplemente porque se nos ha malentendido, pero una reacción común por parte del colapsismo ha sido considerar que nuestras críticas se dirigen al decrecimiento. Esto no es solo un disparate de Antonio Turiel, sino un error que ha defendido alguien tan inteligente como Adrián Almazán en unos de sus textos a todas luces más desafortunados (no solo por incidir en esta falsa confusión colapsismo-decrecimiento, sino en seguir alimentando la chorrada de ver los tentáculos de Más Madrid detrás de cualquier discrepancia). Voy a decirlo una vez más de modo muy claro: me reivindico como decrecentista. Y no hay ningún problema en reconocer que las posiciones de Turiel se agrupan dentro de la galaxia genérica del decrecimiento porque negarlo sería ridículo. Lo que pasa es que las mías también, aunque con un perfil netamente ecosocialista y con muchas dudas sobre cómo plantean los enfoques decrecentistas más extendidos el lado práctico de la tarea. Guste o no, el decrecimiento es plural, aunque hay quien pretenda tener exclusividad sobre la idea. Y lejos de ser un supuesto gran tabú, como digo textualmente en el libro, el decrecimiento es “la estrella polar” del ecologismo transformador. Simplemente yo ya no formo parte de la corriente que entiende el decrecimiento mediado por un colapso seguro o muy probable de la sociedad industrial. Creo que, si lo hacemos políticamente mal, más que un colapso viviremos un incremento de la desigualdad, del autoritarismo, del militarismo y un deterioro de los niveles de vida para las clases populares, que no es lo mismo. Y como mucha otra gente, defiendo que la mejor manera para que el decrecimiento se convierta en realidad es un Green New Deal poscrecentista, de un modo no muy distinto a lo que defiende Hickel aquí, pero si se me permite la broma, sin escribir en inglés.
-La exposición detallada del relato de Turiel demuestra claramente que una parte importante de la amargura de este señor responde a un problema con los medios, que él resuelve tomándonos a algunos como chivos expiatorios. La gran ofensa fue un artículo de El País de Clemente Álvarez sobre el que vuelca una interpretación tan barroca que habla por sí sola. Antonio Turiel se lamenta de que tras la publicación del libro me llamen muchos medios que a él no le han llamado y apunta a que “debo saber mover los hilos”. En fin, igual todo es mucho más sencillo. Igual hay editoriales que saben hacer un buen trabajo con los medios. E igual, solo igual, pero que voy a saber yo que solo soy un antropólogo de un instituto de lengua, decirle públicamente a un periodista de El País “coge sus 30 monedas de plata y lárgate”, te guste más o menos su enfoque, no ayuda mucho. Visto el episodio de ese verano, es posible que algunos periodistas no les apetezca mucho entrevistar a Antonio Turiel porque si después el resultado no es del agrado de Antonio Turiel, además de su ataque se tendrá que comer una buena somanta de insultos en redes o en el correo de su propio trabajo por parte de sus barras bravas digitales.
-La acusación de no tener en cuenta los problemas del extractivismo en el sur global es falsa. Siempre reconocemos que es uno de los puntos problemáticos del Green New Deal (proyecto que para ser transformador solo puede ser global, pero toca construirlo desde cada país). Y añadimos además que la solución es compleja, pero pasa por una mezcla de i) reducción del consumo con políticas decrecentistas, por ejemplo una reducción drástica la movilidad privada, y con cambios en la propiedad para favorecer usos comunes; ii) mejora en la eficiencia; iii) un incremento exponencial del reciclaje de minerales y iv) nuevas normas de comercio internacional. Esta crítica es simpática en lo desacertada que está porque literalmente un equipo de trabajo el que estábamos Héctor Tejero y yo metimos, con el asesoramiento técnico de Alicia Valero (que según las fantasías de Turiel será la próxima víctima del cluedo ecologista que habita en su cabeza), en los presupuestos del Estado de 2020 una partida para una planta experimental de reciclaje de minerales en España. O el tema de los límites minerales en la Comisión de Reconstrucción y Resiliencia. O en el programa de Sumar (Un país circular), que ha sido reconocido por avanzado hasta por personas radicalmente decrecentistas. Lo único que defendemos, con cierto realismo y con conocimiento de la historia del sistema-mundo capitalista y su evolución (pues es obvio que en el mejor de los casos la transición tendremos que hacerla mientras vamos desmontando el capitalismo durante muchas décadas, y eso ya sería un éxito increíble) es lo siguiente: que la justicia ecológica y climática global es una tarea que depende esencialmente de la irrupción de gobiernos transformadores post-extractivistas en el sur global. A los que hemos de apoyar con todas nuestras fuerzas aquí, sin duda. Pero no solo con manifiestos, o libros, o manifestaciones, sino especialmente desde gobiernos transformadores y postcrecentistas en el norte. Que se conquistan, guste más o menos, con los temas que importan y movilizan a las poblaciones del norte disputando (pero sin romper con él) el sentido común que nuestra época ha sedimentado. Porque de lo que estamos seguros es que desde movimientos sociales con mucha razón ética pero sin poder influir en nada en eso que reproduce las asimetrías estructurales de poder Norte-Sur, como las normas de comercio internacional, el extractivismo no terminará. Aunque esos movimientos, como siempre repetimos, son imprescindibles. ¿Es esto “nacionalismo rancio”? No. Es la búsqueda de un internacionalismo entre pueblos y entre Estados que sea viable y pragmático. Y que no caiga en paternalismos sobre la incapacidad de los pueblos del Sur de recuperar la soberanía de sus propios recursos, ni en consuelos éticos sin efectos políticos de fronteras para dentro.
Podríamos continuar durante muchas páginas, pues Antonito Turiel como biografo resulta aun más incompetente que como oráculo, y casi todas las cosas que afirma sobre mi trayectoria son, en el mejor de los casos, inexactas (desde cuando conocí a Héctor Tejero hasta mi salida del chat de petrocenitales, cuando ya era funcionario del CSIC, año y medio después de abandonar mi trabajo como asesor de Más Madrid en la Asamblea de Madrid). Pero igual no hace falta. Aunque para tranquilidad o disgusto de Antonio Turiel, sí me gustaría aclararle que no he cambiado de amigos. Al revés, soy increíblemente afortunado al respecto, conservo amigos en una cantidad que cuesta encontrar tiempo para corresponder de todas las etapas de mi vida desde la educación secundaria, y tengo el privilegio de seguir haciendo amigos nuevos con el paso de los años, todas ellas buenas personas, valiosas y muchas increíblemente inteligentes, como algunas de las personas que Turiel ha metido en el saco de su ataque. Tampoco he cambiado sustancialmente de ideas socialistas y emancipadoras, con la salvedad importante de replantearme la cuestión del Estado, pues he comprendido que mis planteamientos juveniles libertarios no son consistentes, aunque tengo cariño a esa pulsión utópica. Lo que sí he hecho es cambiar de herramientas y de estrategias para intentar avanzar hacia una sociedad ecosocialista donde una vida plena, dentro de los límites planetarios, sea posible. En ese camino, lamentablemente, sí se han agriado las relaciones con algunos colegas con los que podía tener una relación cordial y hasta cierto punto afectuosa, como podía ser el caso de Antonio Turiel. No es agradable. Pero tengo la conciencia tranquila y no lo he buscado. Simplemente he tenido la mala suerte de coincidir con gente que confunde no dar la razón con un ataque personal.
De lo que sí tengo ganas antes de cerrar el texto, porque es un buen resumen de toda la toxicidad que hemos de intentar rebajar para que el ecologismo sea funcional, es de preguntar en base a qué autoridad suprema autoconcedida tiene potestad Antonio Turiel para juzgar o decidir a quién invitamos a un encuentro político de afines como Oasis, cuyo objetivo era sencillamente darnos un espacio tranquilo para conocernos personalmente entre personas que sospechábamos, por breves intercambios intelectuales, que compartíamos diagnóstico y propuestas. Atreverse a hacer este comentario de marido enfermizamente celoso, que no llega al nivel de compararte con Hitler pero casi, como si Antonio Turiel fuera el patriarca supremo del ecologismo ibérico que puede decidir qué tenemos derecho a hacer o decir, con quién juntarnos, cómo y cuándo, o qué influencias son buenas o malas, es delirante, pero profundamente revelador. ¿Alguien se imagina que yo pudiera reprochar a cualquier compañero o compañera ecologista de cualquier sensibilidad o corriente con quién se organiza, a quién invita a su casa o, literalmente, por qué escribe “un manifiesto que nadie pidió”? Sería inconcebible. Si alguna vez derrapo de esa manera, por favor que alguien cercano me pare los pies. Todo el derecho del mundo a que se me discuta y se me critique cualquier cosa que diga, faltaría más. Si es con argumentos en vez de con insultos, mejor. Pero sencillamente, no es admisible ninguna clase de tutelaje como el que estos comentarios insinúan. Es tan escandaloso respecto a las normas éticas más básicas de la convivencia en un mundo que hace más de 200 años conoció la Ilustración y la Revolución Francesa, que cualquiera con dos dedos de frente entendería que no merece la pena, en ningún sentido, dialogar con alguien que, por una razón o por otra, puede demostrar comportamientos de este estilo.
Por eso, aunque valoro la iniciativa de mi buen amigo Jorge Riechmann, que nos animaba a tomar vino juntos en una mesa con él de mediador, es una propuesta que carece de sentido. Yo con Jorge Riechmann me tomo los vinos que hagan falta. Lo hemos hecho muchas veces y espero seguir haciéndolo muchos años. Pero está a la vista de cualquiera que sepa ver y entender que con alguien que responde a un debate cruzando todas las líneas rojas del respeto personal más básico, no ya en un calentón de twitter sino en un largo y medido texto, enredado en obsesiones maniaco-persecutorias de un modo que casi provocan compasión, una oferta como la de Jorge Riechmman ya no se rechaza por orgullo (que por supuesto lo tengo, aunque haya intentando contenerlo en estas líneas). Aun mediando unas disculpas, es obvio que algo así no va a salir bien. Es un tema de sabiduría primaria sobre la condición humana. También, hasta cierto punto, de empatía
Por suerte, ni las ofensas que siente Antonio Turiel ni las que siento yo son más importantes que la causa común para la que, desde distintas perspectivas, ambos dedicamos lo mejor de nuestro tiempo y nuestros esfuerzos. Siempre digo que los roces por discusiones ideológicas conviene desdramatizarlos y, medio en broma medio en serio, añadir que en este campo, para cualquiera que conozca la historia del movimiento obrero, hay un progreso nítido (que te insulten trolls anónimos en el correo del trabajo es un progreso objetivo frente a los piolets clavados por la espalda en el exilio). Las asperezas son normales en cualquier espacio de discusión pública entre personas que comparten horizonte político, como en este caso es una sociedad que decrezca para situarse dentro de los límites planetarios. Seguramente inevitables. Solo conviene llevarlos con buenas formas y respeto, porque es más elegante y porque el nivel de toxicidad es inversamente proporcional a la capacidad de tender puentes cuando toque cooperar. Y si no sucede, como ha sido el caso, pues asumir una refrescante distancia, y que cada uno trabaje desde sus convicciones y su responsabilidad lo mejor que sepa. Antonio Turiel no quiere volver a escribir sobre mí. Perfecto, yo sobre su persona concreta tampoco. Pero sin duda seguiré escribiendo con la libertad de siempre, aunque en términos respetuosos, sobre diagnósticos y estrategia ecologista. Aunque poco podré hacer si alguien tiene una capacidad superlativa de sentirse aludido u ofendido. Dicho esto, creo que se puede dar por zanjado este bochornoso beef.
Una última cuestión importante y con esto termino. Aunque Antonio Turiel ha hecho especulaciones biográficas conmigo, yo no voy a hacerlas con él respecto a su relación con el compromiso político. De lo que sí puedo hablar es de mí. Muchos hemos tomado un camino en el que la carrera académica, siendo importante, no ha sido la prioridad de nuestros impulsos ni de nuestros riesgos. Por mi parte, siendo aun menor de edad, estaba el 20J de 2002 a las seis de la mañana en un piquete de la huelga general contra el decretazado del gobierno de Aznar. Junto con gente maravillosa y hermosa, he pasado casi todos los años de mi vida consciente organizando colectivos, montando manifestaciones, okupando primero y luego dejándonos nuestros míseros recursos de chavales mostoleños precarios pagando el alquiler de un ateneo, haciendo música gratis para financiar cajas de resistencia para compañeros represaliados o autoeditar textos. Hasta que en el año 2020 el parón pandémico y el desgaste acumulado cerraron Rompe el Círculo, he asistido de media una asamblea todas las semanas de mi vida. Allí donde he vivido, he militado. En Chile lo hice participando en la Red de Hip Hop Activista en las poblaciones más destrozadas por el neoliberalismo de Santiago. En Cuba, dejaba mi casa a los amigos anarquistas, ecologistas y trostkistas del Observatorio Crítico para reunirse, con un coche del Ministerio del Interior aparcado en la puerta y tomando nota, y la posibilidad de meterme en un buen lío que podía malograr mi investigación doctoral. Ahora lo hago en Más Madrid (por cierto, como militante de base en la asamblea de Móstoles y sin ningún cargo orgánico, por tanto sin ningún poder real, más allá de la influencia que puedan tener mis ideas sobre los temas en los que trabajo). Un espacio del que estoy orgulloso de formar parte, pues hemos logrado no solo liderar la oposición al peor neoliberalismo de España sino además, junto con Bildu y BNG, mantener en 2023 los niveles de voto transformador propios del año 2015.
Esta ha sido mi vida, he aprendido y crecido mucho, y también he sido muy feliz. Pero como muchas y muchos también he pasado miedo, he llorado y sufrido junto a mis compañeras y compañeros. Aunque quedó en una anécdota y una mala noche en urgencias, una vez recibí una paliza por parte de esos fascistas que supuestamente según Antonio Turiel ahora represento. Un balance, al final, muy trivial para el precio que otras compañeras y compañeros han pagado. Para el mundo en el que me he criado, nombres como Ricardo Rodríguez (Richard), Santiago Barquero (Santi), Augusto Ndombele o Carlos Palomino no son cualquier nombre. Son desgarros incurables que nos enseñaron en el sur de Madrid lo que es de verdad el fascismo, como en otros territorios lo hicieron otros nombres que tenemos clavados en nuestra memoria antifascista, y que son la parte más dramática de la maduración política de nuestra generación. Que evidentemente lo tuvo mucho más fácil que otras, pero tampoco fuimos ajenos al dolor. Así que sencillamente no consiento ni una broma con cualquier acusación de fascismo. Por eso también tenía sentido responder a pesar de que, en el fondo, todo el mundo sabía que era innecesario. Los militantes no somos mejores que nadie, ni militar nos da la razón. Pero creo que al menos el compromiso sí permite exigir un respeto. Ese que Antonio Turiel no ha tenido, colocándose él solo en el punto exacto donde ha querido situarse, y alimentando un ecologismo tóxico al que yo no quiero contribuir.