Móstoles: un tigre sin dientes o unos dientes sueltos a los que les falta un tigre

Se reproduce a continuación un texto escrito en el 2013, y publicado originalmente en la revista Salamandra # 21-22. El texto nació a raíz de una encuesta sobre el imaginario del barrio realizada en Móstoles, en el marco de una investigación surrealista que nos ofreciera alguna pista para proseguir con la labor del viejo topo. Se añaden algunas fotografías extra que no pudieron aparecer en la versión en papel por falta de espacio.

Móstoles: un tigre sin dientes o unos dientes sueltos a los que les falta un tigre.

Investigación surrealista del imaginario de un barrio.

Al centro social okupado La Casika, por tantos años de luz.

Por un horizonte de investigación emancipatorio surrealista.

La emancipación social no se persigue sólo mediante la barricada, la asamblea o la agitación. Nos  exige también conocer el mundo de un modo distinto al que nos acostumbran los mecanismos de conocimiento y significación habituales,  colonizados y moldeados por las formas y las intenciones del espectáculo capitalista. Volcar la realidad requiere aprehenderla por otros medios e iluminar fenómenos que permanecen escondidos debajo de la alfombra del estatus quo imperante. Esto nos lleva a los movimientos anticapitalistas a promover nuestras propias investigaciones,  que intentarán  ir más allá de lo dado, y nos conducen a explorar lo real desde ángulos habitualmente no abordados por la ciencia oficial. Apuntamos algunos esbozos para desarrollar un aporte específicamente surrealista a estos procesos de indagación y de búsqueda.

Lo primero que debe quedar claro es que una investigación surrealista, como afirmaba Debord del estudio situacionista de la vida cotidiana, sería una empresa completamente ridícula, y estaría sobre todo condenada a no entender su objeto, si no se propusiera explícitamente transformarlo. No nos mueve otra curiosidad que la que empuja la vida sórdida hacia el amor admirable y lo maravilloso, esto es, hacia sus posibilidades más altas. Surrealista porque bebe de un legado y una herencia que, si bien sería difícil aceptar en bloque, consideramos que sigue siendo, en su esencia y también en algunos de sus procedimientos, un aporte apremiante y necesario. Al fin y al cabo el surrealismo, con sus deslices y concesiones, no es otra cosa que uno de los mayores intentos colectivos modernos de colocar a la par las exigencias de la liberación revolucionara en materia política, económica y social con la necesidad de una  liberación análoga en el plano de las costumbres, las subjetividades y la vida cotidiana en su conjunto. Que el transformar el mundo de Marx sólo descubre su verdadero sentido entremezclado alquímicamente con el cambiar la vida de Rimbaud,  y viceversa, es un principio fundamental de la emancipación social que, como todas las cosas importantes, hay que repetir muchas veces. Y si el surrealismo tiene algún papel histórico que jugar es recordar, con su discurso y sobre todo con su existencia en hechos, la verdad irrenunciable de este principio.

Esta noción de investigación puede recordar, a los más perspicaces, cierta oficina que abrió sus puertas en París en la década de los 20 del siglo XX. Sin duda, desde sus comienzos, el surrealismo se concibió a sí mismo como una tarea fundamentalmente experimental. Los surrealistas se arrojaron a navegar, en el vacío dejado por la autodestrucción del arte moderno, en búsqueda de islas afortunadas desde las que  levantar una nueva apuesta general por el sentido de la vida, que debía ir más allá de la religión y su relevo sociológico, el arte. En otras palabras, el surrealismo fue originalmente diseñado como como una enorme empresa colectiva de investigación, una cartografía de los nuevos mundos que, desde el lenguaje hasta el juego pasando por las relaciones amorosas o la vivencia de la ciudad, se intuían como posibles en el umbral de una hipotética sociedad sin clases. Cuando el surrealismo vuelve a reclamar su talante investigador no hace sino recuperar una de sus disposiciones más válidas, disposición que además ha demostrado que no carecía de valor objetivo: como cualquier mascarón de proa en la historia de las ideas, el surrealismo no pudo resistir a la maldición de las vanguardias, y hoy muchos de sus procedimientos (previamente recuperados y desconectados de su función como partes de una revuelta moral dada en la escala de la totalidad)  son técnicas de uso común en diversos ámbitos, desde la etnografía antropológica a la psicología social pasando por la industria cultural o la publicidad.

Además del espíritu general, consideramos que el surrealismo sigue siendo válido como vía de investigación en muchos de sus procedimientos y metodologías. Por ejemplo en el uso de la encuesta. Encuesta que, frente a las encuestas sociológicas al uso, además de buscar regularidades, presta una atención especial a lo singular. Como decía Jarry de la `patafísica, si el surrealismo hiciera ciencia sería una ciencia de lo particular.

Purgado el tono artístico que acompañó al movimiento en sus primeros pasos, hoy sabemos que una investigación surrealista estará siempre atravesada, fundamentalmente, por dos motivos, cada uno de los cuales es contradictorio sólo en apariencia:

-Uno utópico-pragmático. Aquí de lo que se trata es de concretar una ruptura con las inercias civilizatorias capitalistas que, siendo posible (y por tanto pragmática) de rienda suelta a los anhelos de cambio más esperanzados de los posibles en el aquí y el ahora, ayudando a materializar este cambio en actos precisos.

-Otro épico-inútil. Una investigación bajo estos principios será siempre, antes que nada, un juego en el sentido más serio de la palabra. Un deleite que se disfruta como un fin en sí mismo y con ese carácter épico que en palabras de Luca “compromete en la ejecución de un acto el destino del último átomo de su sangre y del astro más lejano”. Un momento que empieza y termina en su propio ardor, sin preocupación por su uso instrumental de cara a algún objetivo externo.

Como es fácil comprobar, cualquiera de estos dos motivos es profundamente anti-económico, y la combinación de ambos hace estas investigaciones radicalmente incompatibles con cualquier institución del poder dominante.

El estudio que el Grupo Surrealista de Madrid ha emprendido sobre el imaginario de algunos barrios responde también a esta doble motivación.

En el plano de lo utópico-pragmático, queríamos sondear el estado de los imaginarios populares de cara a la encrucijada histórica de ese “siglo de la gran prueba”, como lo denomina Jorge Riechmann, que será el siglo XXI. La previsible ruptura de los patrones normales de reproducción capitalista hará, a nuestras sociedades, vascular entre la regresión totalitaria o la aventura revolucionaria colectiva. Sabemos que un desenlace u otro dependerá, en parte, de resortes libidinales profundos y esquemas de apreciación y percepción del mundo que están codificados, como un enigma, en el modo en que la gente habita las cosas más nimias: su vecindario, sus sueños diurnos o sus relaciones personales. Nos interesaba constatar, con pruebas empíricas, el nivel de avance de ese proceso de colonización interior que Eugenio Castro denomina “imperialismo mental”  y Jesús García “capitalismo de espíritu”. Pero también verificar que las reservas potenciales  de poesía colectiva, a las que nos agarraremos siempre como un clavo ardiendo, y que nos permiten seguir hablando todavía de comunismo del genio, son inagotables al margen del grado de depauperización de la vida social y mental que el capitalismo imponga.

En el plano épico-inútil,  nos ha interesado regodearnos en el placer de explorar la frondosidad imaginaria que inspira la ciudad en las vidas de aquellos que la conforman, y nos hemos lanzado a ello como el niño a un charco.

En el caso que nos ocupa, la investigación se centró en la ciudad dormitorio de Móstoles, un barrio obrero de 206.000 habitantes la conurbación metropolitana de Madrid, y consistió en la realización de una encuesta de 10 preguntas con una muestra de poco menos de 70 personas:

  • ¿Cuál es el tesoro del barrio?
  • ¿Qué lugar del barrio le da miedo?
  • ¿Qué hay debajo del barrio?
  • ¿Cuál es el principio y el fin del barrio?
  • Si el barrio fuera un animal, ¿cuál sería?
  • ¿Sueña usted con el barrio? ¿Con qué sueña?
  • ¿Hay alguna parte del barrio vinculada a su vida erótica?
  • ¿Cuál es el misterio o la leyenda del barrio?
  • ¿Qué destruiría del barrio?
  • Dibuje, en menos de un minuto, un plano del barrio y sus lugares significativos.

Reproducimos la transcripción literal de dos encuestas como testimonio del tipo de material obtenido. Estas dos encuestas son representativas de dos modelos generales de respuesta, que simplificando mucho podríamos agrupar en personas vinculadas a los movimientos sociales y transformativos, que en Móstoles poseen un fuerte arraigo histórico, y personas despolitizadas.

  • La hamaca de los árboles de los huertos okupados.
  • Los solares de más allá del PAU 4 que no se han llegado a construir.
  • Una red de bodegas interconectadas y la orden de los asesinos.
  • Para la gente de Madrid es el “Más allá”; empieza en mi calle y termina en el Soto.
  • Un gato casi montes.
  • Con la habitación de una amante imaginaria.
  • El parking de la parte de detrás de la Renfe del Soto.
  • La leyenda de Andrés Torrejón es todo mentira. La que es verdad es la del yonki cojo de la flauta, que tenía barba y se metía en misa a atracar.
  • El edificio de Repsol IPF.
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  • Parque Liana.
  • La estación de Renfe de Móstoles central, por la gente sobre todo, hay muchos moros y muchos negros.
  • Un mono.
  • Empieza en la BP y termina en la marisquería Moreno.
  • Sueño con la biblioteca, que estudio para un examen, pasan las horas y no hago nada.
  • El Carrefour del Soto.
  • Los chinos traficantes de órganos, que les rapaban las cabezas a los secuestrados.
  • Las iglesias y el alcalde.
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Consideramos por último  que las investigaciones surrealistas deben reclamarse como ejercicios prácticos de un materialismo poético. En  tanto que materialistas reconocen la necesidad de encuadrar y explicar los hechos en un conjunto de relaciones ecológicas, sociales y simbólicas, todas ellas materiales, dadas históricamente y sin ningún atisbo  de trascendencia. Por ello, antes de analizar e interpretar las repuestas de los mostoleños a esta encuesta, es necesario contextualizar mínimamente a Móstoles como ciudad con un desarrollo histórico y social particular, cuyo sustrato condicionará los imaginarios de aquellos que la habitan.

Móstoles: prototipo de un proceso de domesticación.

La historia de Móstoles es la historia del proletariado de este país. Hasta cierto punto, los últimos 40 años en la vida de las 200.000 personas que en números redondos han conformado esta ciudad es extrapolable a muchos millones[1]. Con una población censada de 2.578 personas en el año 1960, este pequeño pueblo de labradores castellanos se transformó en un monstruo urbano de más de 150.000 habitantes en menos de una década, convirtiéndose en un receptáculo improvisado del alud de población que el éxodo rural arrojó lejos de los campos. Gracias a la masificación del automóvil y el petróleo barato fue  posible convertir los 17 km que separan a Móstoles de Madrid en un trayecto diario, que permitía dormir en la primera pero trabajar en la segunda. Un crecimiento de población tan desmesurado, en tan poco tiempo, da buena cuenta del proceso urbanístico que conformó el Móstoles actual: un impulso de construcción febril y abrupto,  casi volcánico, que no fue sometido a ninguna forma de planificación ni orden. Barrios enteros brotaban en medio de descampados sin la más mínima infraestructura. Y el trazado de las calles se improvisó selváticamente entre los huecos que iba dejando el juego de la especulación urbanística entre constructoras sin escrúpulos florecidas a la sombra del tardofranquismo, que tenían barra libre en el far west social que era explosión periurbana de Madrid[2]. Más que una ciudad, Móstoles nació como un campamento de refugiados de la guerra interna que la modernización capitalista emprendió contra el mundo campesino.

Amplias zonas sin agua y sin electricidad, calles sin asfaltar, ausencia de colegios o mercados, inexistencia de servicios de transporte público,  carencia absoluta de servicios médicos…el contexto urbanístico en el que los pioneros proletarios fueron recibidos en Móstoles distaba mucho de la más mínima habitabilidad. En 1982, un lago de heces y aguas fecales de más de una hectárea de superficie emergió, a causa de una avería en el alcantarillado,  en lo que hoy es el Parque de Andalucía.  Y a la estafa legal de las condiciones de supervivencia proletaria se unía, en muchas ocasiones la estafa ilegal de los de siempre: constructoras que desaparecían quebrando sin dejar rastro, ni de ellas ni del  dinero adelantado por las familias (en ocasiones los ahorros de décadas de trabajo en Alemania o Suiza), empeñados de por vida en pagar casas o cubículos muy caros levantados con materiales de pésima calidad, que apenas oponían resistencia a los efectos de la entropía[3].

En este clima social la violencia y el delito emergían espontáneamente,  como un resultado natural de las condiciones de existencia de los pobres. Así Móstoles se fue haciendo un hueco permanente en las páginas de sucesos de los diarios nacionales. Una consulta rápida a las hemerotecas nos arroja un collage de titulares que van desde lo esperpéntico (“arrancan 8 metros de fachada de un edificio para robar”) hasta lo trágico (“adolescente muere tras serle practicado  un aborto ilegal”) pasando por lo  humanamente desalentador (“Hombre dispara a niños que jugaban al fútbol porque le molestaban”). En una atmósfera cultural hosca, en el que el linchamiento popular no era infrecuente, el alcalde tuvo que declarar que iba a impedir que “qué nadie se tome la justicia por su mano y la población suplante el papel de la policía”. Despectivamente, la gente de clases medias y altas del centro de Madrid apodó, con un aire de mofa clasista,  a Móstoles como “Bronxtoles”, insulto que fue tomado por los lugareños, en esa larga tradición que se remonta a los impresionistas, como un halago que se lucía con orgullo. Y el impacto feroz de la heroína, esa compañera siniestra de baile que sospechosamente ha acompañado tantos procesos de efervescencia social, desde las luchas operarias de la Italia de los setenta hasta las transiciones democráticas española o chilena, haciendo estragos entre la población más joven.

Como telón de fondo  de estos años el teatro ideológico de la Transición, que en más de una ocasión, como suele ocurrir con las cortinas de humo, pasó de la pantomima al crimen. La jugada, como sabemos, era reforzar el miedo inconsciente de un pueblo estremecido tras el genocidio franquista. Para ello los tontos útiles de la burguesía, los grupos de la extrema derecha, repartían al azar esas dosis homeopáticas de terror necesarias  para mantener socialmente contenido el proceso de reconversión económica del país y la homologación capitalista de España en el marco europeo. Así por ejemplo ese documento de ocho páginas que circulaba por el pueblo en 1979 con información de los líderes sindicales y políticos de izquierda de cara a organizar los fusilamientos tras un hipotético golpe de Estado militar. O los más de 400 ultras que, la tarde del 15 de Septiembre de 1979, apedrearon el Ayuntamiento para festejar el asesinado de José Luis Alcazo a manos de una horda fascista en El Retiro.

En este contexto,  y a pesar de la espada de Damocles de la dictadura que había dejado todo atado y bien atado, para esas masas súbitamente desposeídas que eran los nuevos mostoleños, la lucha no se presentaba como una opción, sino un ejercicio de sentido común ante la extrema precarización de la vida cotidiana. Y como fenómeno de sentido común se mostraba a los ojos de todos. Si el agua corriente seguía sin llegar a los barrios a pesar de las promesas de los políticos, el sentido común llamaba a ocupar el Ayuntamiento, como ocurrió el 26 de Abril de 1978. Si la empresa de autobuses que gestionaba las únicas líneas de transporte público a Madrid, en las que se solían emplear -debido a los atascos- casi cuatro horas diarias para recorrer un trayecto de 36 kilómetros ida y vuelta, subía los precios o disminuía la ya de por si pobre frecuencia, el sentido común llamaba a apedrear los autobuses, volcarlos cortando la nacional V y prenderles fuego, como ocurrió el de 1976. Y del mismo modo que las amas de casa se encerraron durante semanas para reclamar guarderías, o que los funcionarios secuestraron al alcalde sin dejarse salir las horas que hizo falta para solucionar un problema laboral. Bloquear la nacional V, una de las carreteras estratégicas del país, que a la sazón cortaba Móstoles en dos, se convirtió en un hábito, casi una costumbre pintoresca local, como también apedrear el Ayuntamiento. Para esto último, cualquier excusa era buena: una vez cientos de niños lo hicieron a balonazos reclamando entrenadores de fútbol para sus equipos de barrio.

Evidentemente, no todas las expresiones de irascibilidad popular eran moralmente ejemplares ni utópicamente reivindicables. Uno de los motivos que con más frecuencia encendía la chispa del polvorín mostoleño eran los toros. El 14 de Septiembre de 1985, 13 policías fueron casi lapidados porque el alcalde estableció un precio de 100 pesetas para entrar en la plaza el día de los encierros. En 1988 las hordas mostoleñas tomaron la costumbre de apedrear a los propios toros durante los encierros y luego seguir divirtiéndose, a pedrada limpia, contra el consistorio municipal. En Octubre de 1993, más de 100 vecinos se pelaron en una auténtica melé por acceder a unas plazas de la Escuela Oficial de Idiomas para aprender inglés. Y cuando los primeros centros de desintoxicación y atención de drogodependientes abrieron sus puertas, eran los ataques de la propia violencia vecinal autoorganizaba la que los destrozaba para echar a los yonkis lejos de sus barrios.

Por más que queramos componer una letra situacionista para acompañar a  la melodía de esta época,  nos engañaríamos si dijéramos que estos conflictos eran luchas revolucionarias. En la mayoría de los casos, salvo para grupúsculos minoritarios, no era el cielo lo que estaba en el objetivo del  asalto,  sino un sucedáneo ibérico de Estado del bienestar. O dicho de modo menos lírico, de lo que se trataba era del proletariado renegociando al alza su precio de reproducción, no de un proyecto de abolición de las clases y el Estado. Pero es que, como puede verse en la historia de un lugar como Móstoles, ni siquiera la racionalización de la propia explotación está asegurada, y hasta la zanahoria hay que ganarla a través del conflicto.

Por supuesto, la lucha también tenía un componente más político. La ira popular contra el todo encontraba las vías naturales de su catarsis. La gente quemaba muñecos de los concejales delante de las casetas de los partidos políticos en las fiestas llamándoles caciques, y el ejército era recibido con abucheos durante los actos anuales de conmemoración del alzamiento del 2 de Mayo contra Napoleón. 1000 personas, según fuentes policiales, por lo que tuvieron que ser bastantes más, marcharon contra el paro en Noviembre de 1983. Y en Mayo de 1984, más de 15.000 personas se manifestaron por las calles de Móstoles contra el síndrome tóxico, el supuesto aceite de colza, un envenenamiento masivo que se cebó con Móstoles y que estuvo provocado, en última instancia,  por el uso impune de los pobres como cobayas vivas de los experimentos que al mundo industrial le son consustanciales. En ocasiones, la acción directa popular daba algunas señales claras de hermosa intolerancia: el 25 de Mayo de 1979 la sede local del partido fascista Fuerza Nueva estallaba en un regalo de bienvenida a la formación, y exactamente cuatro años después, el 24 de Mayo de 1983, un coctel molotov incendiaba la sede de Alianza Popular. La mañana siguiente podía leerse en la pared chamuscada una pintada que decía “Abajo los capitalistas”.

En estos años, tres luchas marcaron la historia de la ciudad: la de la sanidad, la de la okupación y la antifascista. El 26 de Mayo de 1978 Juan Carlos Sierra Manzano, un niño mostoleño de seis años, murió desangrado tras un accidente doméstico ante la imposibilidad de ser atendido en ningún servicio médico, pues los que contaba el municipio, dos casas de socorro, eran demasiado precarios. La rabia prendió entre el pueblo, que el 13, 14 y 15 de Junio desencadenó unos virulentos disturbios de tres días que cortaron sistemáticamente la Nacional V durante horas y obligaron a la Guardia Civil y la Policía Armada a rodear la ciudad e intervenir con gases lacrimógenos, desencadenando una batalla campal. Unas semanas más tarde, ante el temor a la extensión de una insurrección en toda la zona sur de Madrid, las autoridades sanitarias del gobierno cedieron, y prometieron que el Hospital que se encontraba en construcción en Móstoles, destinado a su uso privado, pasaría a ser público y a estar regido por el INSALUD. Cuando este se inauguró en 1983, las deficiencias de equipamiento y la escasez de medios obligaron a los vecinos a volver a salir a la calle, en un nuevo ciclo de lucha por la sanidad que se saldó con otra victoria.

En 1986 el incipiente movimiento okupa del Estado español tuvo en Móstoles un interesante referente con la okupación de unos bloques vacíos en la calle Veracruz con el objetivo de crear una comuna de viviendas. Seis años después, los okupas consiguen ganar la puja a los subasteros y quedarse con los pisos tras un largo proceso de lucha. Esta experiencia exitosa animaría sin duda, a mediados de los noventa, a la apertura de SOWETO, un centro social okupado por el movimiento de Lucha Autónoma e instalado en el edificio de un cuartel abandonado. Aunque efímero, SOWETO  sirvió de base de operaciones desde el que armar un poderoso movimiento antifascista que asumió una de las batallas más duras de la historia reciente de Móstoles: la que se libró en los años noventa contra la fuerte ofensiva de la extrema derecha en los barrios proletarios de Madrid Sur. Obligados a organizar su autodefensa, los jóvenes militantes  mostoleños de los noventa se educaron en un contexto muy duro, de peligro cotidiano, en el que las palizas y las agresiones eran constantes, y los desenlaces trágicos frecuentes[4]. Sin embargo, el antifascismo en Móstoles demostró que con organización y tenacidad se le podía ganar también al fascismo la batalla de la violencia en la calle.

Todas estas luchas, aunque intensas, fueron progresivamente desplazadas a los márgenes del proyecto colectivo de vida de los mostoleños. Pasaban lo años y a medida que la democracia representativa y la paz del humanismo de la mercancía se implantaban, también se modificaban las condiciones del sentido común popular, que comenzaba a tener nuevos referentes. Miguel Amorós afirmaba en su texto Alcorcón como pretexto que las antiguas ciudades de la periferia obrera de Madrid, aquellas que en 1976 hicieron tambalear a la dictadura franquista y ahora convertidas en barriadas dormitorio de la conurbación madrileña, se habían vuelto una especie de lugares sin memoria, sin vida social, culturalmente anómicos, sin identidad: “estas ciudades se acabaron convirtiendo en grises aglomeraciones donde los individuos sepultan sus deseos por la tarde y cambian sus sueños por pesadillas”. Huérfanos Salvajes, extravagante colectivo mostoleño, sintiéndose aludidos contestó a este texto con una breve nota que decía simplemente: “señor Amorós, todavía estamos vivos”.

Y es que aunque jodidas y puteados por la asfixia del paro, el chantaje de trabajos precarios donde nos jugamos la vida a nivel físico y mental, las multas, los juicios, la policía y su acoso,  y un Ayuntamiento que independientemente del color político ha sido siempre un enemigo sistemático de la iniciativa popular[5],  entre las ruinas de un sitio como Móstoles parecen arder  todavía las brasas de la rebeldía. Si no,  no se explicaría que Móstoles cuente con la existencia de uno de los centros sociales okupados más longevos del Estado español, como es La Casika, que durante más de 16 años ha supuesto un oasis de esperanza, dando una cobertura esencial a todo el movimiento anticapitalista de Madrid. O que Esteban Parro, primer alcalde del PP en la ciudad, haya sido uno de los pocos alcaldes de fuera del País Vasco que haya tenido que solicitar un escolta en este país, aunque su solicitud tuviera que ver más con el victimismo político que con la protección de su integridad física. O que una mañana Móstoles amaneciera con miles de pegatinas, carteles y pintadas que sólo decían “¿Qué coño te pasa con mis vacas?” O que esta ciudad, supuestamente en coma, pusiera su nombre en el atlas mundial de algunas pasiones humanas, desde los radioaficionados hasta el graffiti[6]. O que siguiendo el ejemplo de la ciudad hermana de Alcorcón, la gente del Hip Hop de Móstoles fuera capaz de reapropiarse de una plaza pública al grito de La Calle es Gratis un año antes de que el 15M convirtiera la okupación de plazas en la más bella de todas las modas.  O que el mismo 15M hubiera arraigado en Móstoles con la fuerza que lo hizo, y hoy haya repartido el testigo en una decena de proyectos transformativos que conservan una hermosa pujanza. O que sea posible la más extraña pero la más significativa de las preguntas sobre Móstoles, que un informante destacó al hablar del misterio de la ciudad: “¿por qué a pesar de vivir en un lugar objetivamente infame, los mostoleños suelen estar bastante orgullosos de ello?”

Finalmente Móstoles tiene también su particular poesía. Para apreciarla hay que saber separar el trigo de lo maravilloso de la paja del espectáculo.. Más allá de las tonterías promovidas por los medios de comunicación, Móstoles posee un cierto imán para sucesos objetivamente extraordinarios. Si uno repasa las hemerotecas, además de los tiroteos y los conflictos vecinales,  se encuentra con toda una ristra de noticias curiosas relacionadas con Móstoles: la firma oficial de la paz con la Francia napoleónica ¡el 3 de Mayo de 1985!; un joven soldado borracho que hizo detonar 200 gramos de TNT en plena calle para presumir ante los compañeros de que “podía hacer estallar un cohete como los que explotaban en Bosnia”; la aparición de un aerolito gigante que resultó ser falso; el robo de una maleta radioactiva cuya apertura pudo desencadenar una catástrofe; la extraordinaria caída del helicóptero de la BESCAM el día que Esperanza Aguirre y Mariano Rajoy se decidieron a hacer una visita al zoo humano mostoleño. Más allá del azar, la explicación materialista poética tenderá a pensar que allí donde la capa del espectáculo  tiene un grosor ligeramente menor, es más fácil que irrumpa lo imprevisible y se desencadene la sorpresa. Y por supuesto, los  periódicos nunca se han hecho eco de los mejores acontecimientos poéticos: estos  circulan de boca en boca cuando los viejos militantes cuentan a los jóvenes hermosas leyendas en los parques, los portales o en patio de La Casika.

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Fachada de La Casika.
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Pintada sobre una pared desconchada que sepulta los antiguos graffitis de la ciudad en la que se lee “dime la verdad”.

Análisis interpretativo de los imaginarios de un barrio.

Dos continentes imaginarios

Lo primero que cabría destacar de la encuesta en su conjunto es que encontramos dos arquetipos de respuestas claramente diferenciados: las de aquellas personas asociadas o próximas al espectro militante, que en Móstoles sigue siendo abundante, y las personas que no participan en una actividad política. En general, se trata de dos continentes imaginarios diferentes, cada uno con su propia coherencia interna. Un amigo, con el que compartí los resultados, subrayó que era increíble como todavía seguíamos atrapados en la Guerra Civil y la fractura de las dos Españas. Sin embargo sería un error dejarnos llevar por estereotipos. A pesar de que en muchos ámbitos un océano separa a estos dos continentes imaginarios, en otros parece que las diferencias se difuminan en lugares comunes compartidos. Y esto sucede en varios terrenos, algunos más sorprendentes que otros.

El tesoro de la ciudad es la capacidad de encuentro, los maestros, un helado de mandarina, los atardeceres, una canica y restos de épocas mejores. 

Uno de los terrenos donde ambos continentes imaginarios confluyen  es en la consideración de los lugares de encuentro en general, y de los distintos parques en particular, como el verdadero tesoro de la ciudad. El Soto, Finca Liana, Parque Huertas, Parque Andalucía, Parque Prado Ovejero…la gente ama y valora los sititos de la vida comunitaria.

Los datos confirman una hipótesis que planteé hace unos años en los siguientes términos: “Si los huicholes tenían sus tierras, y eran sagradas, los clanes de los jóvenes proletarios madrileños tenemos nuestros parques, y también son sagrados. El parque es un espacio central en la cultura popular madrileña de finales del siglo XX y principios del siglo XXI”. La importancia del parque es la de ser una matriz de sociabilidad en sí misma, ajena al intercambio mercantil[7], que además ofrece un lugar agradable y gratuito  para la conversación, la introspección,  el juego, la camaradería, en ensayo de la ebriedad y la aventura, el descanso o la sexualidad en medio de un entorno hostil. La idea de Mumford, de que un día sin estímulos orgánicos (reacciones al aroma de una flor o una hierba, al vuelo o la canción de un pájaro) es un día sin gratificaciones humanas parece arraigada en el inconsciente de las prácticas de los mostoleños. En Móstoles, que tiene una superficie de parques inmensa[8], las personas territorializan su vivencia del espacio a partir de su hueco en su parque favorito, que se convierte en el centro de gravedad de la comunidad. Un informante hablaba del Paracas, nombre popular del Parque de Andalucía, en los siguientes términos: “el tesoro es el Paracas, porque lo das todo allí y sólo te oyes tú y tu gente”.

De aquí podemos derivar dos implicaciones teóricas: la tesis situacionista de la destrucción de la calle y la anulación de la capacidad de encuentro es falsa, o al menos exige ser matizada, pues los proletarios siguen formando comunidades densas a partir de su vivencia cotidiana de la calle, en este caso en los parques. También que Karl Polanyi tenía razón cuando afirmaba que una sociedad de mercado es una aberración histórica porque destruye el principio de cualquier sociedad, que son los lazos sociales en sí mismos. Hay personas que incluso, al responder por el tesoro de la ciudad, han prescindido de su ubicación espacial y han respondido la propia sociabilidad desnuda: “la gente” o “mi gente”. Desde las peñas hasta la abundancia de colectivos políticos, Móstoles conserva todavía los vínculos sociales extensos.

En este sentido, algunos bares también fueron señalados como tesoros de la ciudad precisamente por su papel  para aglutinar las horas compartidas con la pandilla de amigos, aunque en algunos informantes también influían otros criterios: “el Bambalán, porque el dueño sabía un huevo de música”[9].

Entre las personas militantes, los espacios desde los que se organiza la lucha también son identificados como el tesoro de la ciudad: La Casika y  los distintos locales que han servicio de sede al ateneo autogestionado Rompe el Círculo fueron respuestas frecuentes. De nuevo, muchos prescindieron de los espacios físicos para mencionar directamente los vínculos: “el ambiente alternativo y la gente que se mueve”. La importancia subjetiva del tejido rebelde mostoleño, su factor de elemento que una vez iniciado en él transforma la vida, queda remarcada en algunas respuestas. Una mujer escribió una nota a pie de página de su mapa en la que decía “nací como verdadera mostoleña hace tres años”, en referencia al comienzo de su participación en la comunidad militante de la ciudad.

No fueron extrañas respuestas mucho más singulares, sensibles a otras motivaciones: el sabor de un helado de mandarina de una heladería de barrio, la puerta de La Casika “por cómo está tallada”, la ermita o los antiguos graffitis que sobrevivieron al blanqueado totalitario del 2003-2004, los ojos de los perros-seto del teatro, los atardeceres que se ven desde Los Rosales, “que son naranja y rosa fosforito” o una baldosa diferente del suelo de La Casika que, tras levantarla, descubrió un tesoro “compuesto por una canica, una hoja de marihuana de plástico y el mango de un rodillo oxidado”.

mi nuevo barrio en Móstoles

Un parque del barrio de Estoril II.

Dos mundos de miedos enfrentados.

El punto donde más se distancian los imaginarios entre la gente politizada y la no politizada es en las respuestas por los lugares que les generan miedo o inquietud. Los primeros tienden a responder los espacios represivos, especialmente los represivos directos, como las comisarias o juzgados (“tengo mido a los juzgados, a la nueva comisaría, a los tornos de la Renfe por si hay seguratas ya que voy con abono falso de tercera edad”), aunque también los lugares represivos en el plano del urbanismo, como el nuevo barrio del PAU 4, tanto por su disposición como por su escasa población,  que dota al nuevo barrio de una atmósfera de ciudad fantasma (“tardé en coincidir cuatro meses con alguien en el ascensor”). La comisaria nueva es un edificio especialmente siniestro a ojos de la mayoría, en parte por un diseño arquitectónico muy violento. La gente no politizada coincide abrumadoramente en un mismo temor: la zona de la Renfe de Móstoles central debido a la alta presencia de inmigrantes[10]. También, aunque en menor medida, el Punto Omega por la presencia de yonkis. Estos dos universos de respuestas (temor a la represión y temor al Otro, al Extraño) fueron abrumadoramente mayoritarias.

Existe también temor ante “las zonas apartadas”, descampados y ámbitos de las afueras en general,  donde la intemperie apuñala la ciudad y uno se siente de repente expuesto a lo ilimitado. También a algunos rincones, pasadizos, escondrijos, donde pareciera que uno pudiera ser víctima de una emboscada (el rincón de la basura del centro comercial de Iviasa, el pasadizo de la Renfe), aunque fueron pocas las personas que lo apuntaron. También se dieron respuestas más encantadas (“El Coperlín, la fábrica, curré allí, y se dice que había fantasmas”), algunas poéticas (“La depuradora del Soto, las noches de invierno, saliendo vapor de agua entre la iluminación de las farolas”) y otras muy racionales (“La rotonda del Carrefour del Soto, es muy grande y la cruzo en bici”).

Finalmente se ha constatado un temor difuso a barrios enteros que no se conocen. A pesar de que Móstoles es una ciudad relativamente aprehensible y compacta, pues salvo una urbanización satelital (Parque Coímbra) de punta a punta no hay más de 45 minutos de paseo en ninguna dirección, la gente no posee una cartografía mental completa de la ciudad. La nueva pobreza, que Debord constataba en el esquemático trazado de todos los paseos anuales de una chica parisina, sigue carcomiendo de rutina las vidas cotidianas de los mostoleños.

 

Debajo de Móstoles: entre la nada, el mar y la sed (de historia y de conmoción).

Fueron muchos los que no supieron responder a la pregunta por lo que hay debajo de Móstoles. Otros pensaron en trivialidades: tierra, alcantarillas, ratas, piedras y arena. Es decir, nada. Una mayoría importante coincidió en su respuesta: agua. En parte es una respuesta racional, pues todo Madrid descansa sobre acuíferos, y también reminiscencias de los años setenta y ochenta, cuando no llegaba el Canal de Isabel II a la ciudad y el agua la suministraban los pozos. Pero quizá se trate también de una respuesta con un sesgo más simbólico, pues la respuesta específica nunca fue acuíferos más que en un caso, sino sencillamente agua. Unos cuantos además especificaron y dijeron “mar”. ¿Será Móstoles entonces, en el inconsciente colectivo, una balsa? Quizá un bote salvavidas, que te recoge todas las noches tras el naufragio cotidiano del trabajo alienado en Madrid. Una balsa maldita que, como en una pesadilla, no lleva a ningún puerto, sino que renueva el bucle del naufragio-rescate con la salida y la puesta de sol.

Hubo en estas respuestas algunos ajustes de cuentas socio-políticos. Una persona respondió “aparcamientos, como los odio, talaron los parques y ya no son los de la infancia” haciendo referencia a una importante tala de parques llevaba a cabo en el año 2005 para construir aparcamientos subterráneos, y que despertó una fuerte oposición popular, aunque sin llegar a la única temperatura de indignación valiosa, la que recientemente hemos conocido en Estambul o Gamonal. Y es que la tala de parques fue una doble profanación: la de los espacios de encuentro y la de la patria de la infancia. Otra chica respondió sencillamente “fascismo”, lo que fue especialmente significativo porque se trató de una mujer escogida al azar por la calle y desconocida en los ambientes militantes. Y es que debajo de Móstoles, al igual que debajo de todo el suelo de España, hay una tumba colectiva que guarda un secreto de fusilados y transiciones políticas amañadas.

Además de agua, la otra respuesta mayoritaria fue la de aquellos que creen que el subsuelo guarda restos arqueológicos, ruinas musulmanas, romanas, visigodas o incluso fósiles. Aunque sí que se han encontrado algunos pequeños yacimientos  significativos en la zona de lo que hoy sería el barrio de Cerro Prieto, en esencia es una percepción equivocada. Móstoles es una ciudad sin profundidad en el tiempo, y por tanto sin sedimento histórico en forma de ruinas. José Ardillo en su novela distópica El Salario del Gigante incluso pronostica que el viento del decrecimiento energético e  industrial desmontará Móstoles tan rápido como la montó el desarrollismo franquista[11]. Es posible en las respuestas arqueológicas  lo que esté operando es un anhelo de raíces, que permita a los proletarios aferrarse a algo en las arenas movedizas históricas sobre las que está construido Móstoles. Y así contrarrestar, al menos en el plano mental,  una vida inestable, de alta precariedad, gobernada por la dictadura de las coyunturas.

En este punto de la encuesta no fueron pocas las respuestas delirantes. Quizá esta fue la pregunta con la que gente se permitió el mayor componente de irracionalidad, y en muchos casos se dejaron llevar por la alucinación. “El balrog de Moria”; “placas tectónicas al borde del conflicto, cualquier día se abre y vemos el magma”; “ un agujero de gusano que te lleva a Faluya, y en Fuenlabrada hay uno que da a Belén”; “un cementerio indio”; “un anti-Móstoles, con la gente con las gorras bien puestas, como el gemelo malvado”; “Móstoles en espejo pero para abajo y un poco más gris, pero no vive nadie porque la gente no puede vivir boca abajo”. También abundó el laberinto en distintas versiones (construidos por la KGB, por los insurrectos mostoleños contra los franceses, por la secta de los asesinos o los reptilianos).

Lo que comparten todas estas respuestas delirantes, que mezclan los antiguos arquetipos plutónicos (el infierno) con figuras de la cultura popular de masas es una necesidad de disrupción y de ruptura: de las leyes físicas (el anti-Móstoles, el Móstoles en espejo), de la paz (laberintos con una función necesariamente épica, convirtiendo la ciudad en un ecosistema de guerrilla; agujeros de gusano que desembocan en lugares con conflictos bélicos), de la seguridad (amenazas de la normalidad, como fantasmas del cementerio indio o balrogs) y de la cotidianidad (un volcán y un desastre natural). Si las respuestas que ensoñaban ruinas antiguas reflejaban sed de historia, de protagonizarla, la gran mayoría de las respuestas delirantes reflejan sed de conmoción.  Quizá sea muy arriesgado afirmar con Bonanno que el mostoleño que cada mañana se levanta para ir a trabajar, se pone en camino en la niebla y camina hacia la sofocante fábrica u oficina siente la necesidad de lucha y de choque físico, incluso mortal. Si esto fuera realmente así, la insurrección no sería una especie de milagro que pasa  de modo fugaz, como un cometa, cada 30 o 40 años. Pero dentro del contradictorio y ambiguo fenómeno que es el deseo, sin duda hay una parte profunda de la libido colectiva que quiere romper la realidad imperante aún a riesgo de perderse en el intento. Sólo cinco personas con respuestas delirantes  evocaron imágenes de armonía. Tres de ellas coincidieron: un “super-parque de atracciones”,  “Disneylandia”,  “un lugar de cuento hecho con chucherías y peluches”. En otras palabras, reinterpretaciones posmodernas, de cartón piedra, de un mismo arquetipo que otro informante destacó de modo transparente: “el paraíso”, que quizá era en lo que pensaba otra chica al afirmar que debajo de Móstoles “había un pueblo tropical de gente alegre, rechoncha y muda”. Si el subsuelo simboliza el inconsciente, el inconsciente de muchos mostoleños no desea la unidad del cielo, sino el desagarro de la historia conmocionada.

Una concepción pragmática del espacio

Si la pregunta por lo que esconde el subsuelo de Móstoles abrió la veda de la irracionalidad, la del principio y el final de la ciudad fue quizá la de respuestas  más pragmática y utilitaristas. La inmensa mayoría de los encuestados respondió dando dos puntos de referencia que trazaban un eje noreste-suroeste o noreste-sur. Es decir, el eje de la Avenida de Portugal, antigua carretera nacional V, alrededor de la cual se construyó la ciudad. Los más jóvenes tendieron a presentar una alternativa norte-sur,  en el que la coordenada norte la marca casi siempre la plaza de toros. Este ligero matiz se debe, probablemente, al cambio efectuado en la rutas de los autobuses, que desde hace aproximadamente diez años cambiaron su ruta tradicional como un efecto de la construcción de la carretera radial M50, entrando ahora en la ciudad por la plaza de toros.

Hubo, sin embargo, algunas excepciones en este pragmatismo: una chica afirmó que Móstoles iba con ella y terminaba en Talavera de la Reina, en Castilla la Mancha, donde realizó sus estudios y conserva muchas amistades. Un militante encuentra el principio de Móstoles en el centro de Alcorcón, señal de una identidad compartida entre los movimientos sociales del sur de Madrid. Hay para quién Móstoles “empieza en los pirineos y no termina” y para quien el principio de Móstoles “son las oleadas de extremeños que estaban de paso, en general Móstoles está de paso y nada quedará”.  Una de las respuestas más originales fue la de un informante que encontraba el principio en un punto central, que se expandía como una gota de agua hacia las afueras. Este punto central no era otra cosa que una vulgar alcantarilla frente al colegio Simón de Rojas, sin ningún distintivo especial. Mirando en un plano la ubicación de dicha alcantarilla coincide de modo bastante acertado con un hipotético centro de la ciudad. Un informante respondió, con una lucidez extrema, que Móstoles sólo tenía principio y final en la infancia, cuando no podías ir más lejos de ciertas zonas. Para el, Móstoles estaba comprendido entre el barrio de Princesa y el  barrio de Vosa.

Finalmente, destaco un encuestado que respondió que Móstoles terminaba “en el cementerio nuevo”, descubriéndonos una interesante analogía espacial y metafísica. Pues efectivamente el lugar donde termina literalmente la vida de muchos mostoleños está situado, campo a través, casi en el borde sur del término municipal, justo uno de los últimos sitio de Móstoles que puedes encontrar en esa línea que traza el eje mayoritario del ordenamiento mental de la ciudad. Definitivamente, si la vida son ríos que van a dar al mar,  los ríos mostoleños, corren de noreste a suroeste y la desembocadura del mundo, en cualquiera de sus dimensiones, entonces no sería otra cosa que el estuario del Tajo en Lisboa.

Móstoles, un desierto de sueños

La gran mayoría de las mostoleñas y los mostoleños constataron que no sueñan o no se acuerdan de los sueños. Quizá hemos perdido las herramientas que nos permitían recordarlos y tratarlos como señales reveladoras, o quizá se trate de una consecuencia de  la deforestación de la vida interior impuesta por la arrolladora unilateralidad de los imaginarios audiovisuales. Si Mumford hablaba de las primeras etapas de la hominización como de la era de los sueños, parece que en el yermo megatécnico soñar, y poder “vivir los sueños  de forma integral a través de la poesía entendida como modo de comportamiento” (Julio Monteverde) se va convirtiendo, desgraciadamente, en un privilegio.

Los pocos que recuerdan sus sueños nos hablan de una vida onírica que reproduce, como en un espejo roto, fragmentos de la vida cotidiana. Algunos militantes tienen sueños recurrentes de revolución o situaciones análogas: “hacíamos la revolución al más puro estilo de siempre, con armas, nos metíamos en la casa de Andalucía, nos parapetábamos allí, todo dependía de nosotros”;  “soñé que íbamos por la calle matando zombis la gente de la antigua CNT”. Y otro activista nos contó que a menudo sueña con un nuevo local, “un ateneo, que ha abierto gente nueva, y que está dentro de un árbol, y que dentro hay muchos maniquís”. Destaco tres sueños recurrentes de tres encuestados, que me parecen hermosos en sí mismos: el de un chico que sueña con las vías del tren, “sueños que tienen que ver con las aventuras y las cosas prohibidas”, otro que sueña con la habitación de una amante imaginaria y por último el de un chico que, recurrentemente, sueña que está tumbado en el parque Liana mirando el cielo.

La reinvención erótica de la ciudad.

No son pocos a los que les cuesta encontrar puntos de la ciudad vinculados a su vida erótica y afectiva (“Móstoles no es muy erógeno que digamos”). Pero en general la mayoría de los habitantes de Móstoles, especialmente la gente de las generaciones más jóvenes, ha sabido desviar la ciudad para hacer un uso amatorio-sexual del espacio público. Aunque algunas personas respondieron que el punto de la ciudad vinculado a su vida erótica era un lugar privado (“la casa de mi chico”, “mi casa”, “la casa de un amigo”) son muchas más las que reconocieron disfrutar del amor y del erotismo al aire libre, en plena calle. La precariedad económica de la juventud mostoleña, obligada a vivir con sus padres hasta más allá de los 30 y condenada a un paro estructural intolerable, potencia esta búsqueda de rincones de amor y pasión, que los recovecos del desorden urbanístico facilitan.

En este sentido los parques vuelven a jugar el papel de escenario biográficamente privilegiado: el Parque Andalucía, Finca Liana, el Soto, Parque Prado Ovejero, el parque de la Universidad y sus columpios, las pistas de patinaje. También los páramos y los descampados,  que rodean la ciudad como si el vacío  hubiera organizado un sitio militar. Curiosamente estos descampados, que como vimos a mucha gente le suscitaban terror, también son uno de los lugares más frecuentados para follar al aire libre, “porque ahí no te cortan el rollo”. El uso del coche como habitáculo amatorio también es común, bien en los aparcamientos vacíos de los grandes centros comerciales o bien en algunos caminos de tierra poco transitados de las afueras (“el camino  de detrás de mi keli es un picadero donde han follado generaciones de mostoleños”).  Varias personas respondieron “el colegio Federico García Lorca” porque en el momento de su despertar sexual tenía un par de huecos en la valla que  permitían saltar dentro y ampararse en los porches de los pabellones. Y otras “la fábrica de pintura abandonada del Coperlín”. Aunque la mayoría de los encuestados respondieron pensando en los lugares de la consumación sexual, otros muchos hablaron de los ámbitos asociados a la seducción y flirteo: las zonas de marcha nocturna (la llamada “Zona de Arriba” y “Zona del Hospital”), la cafetería veraniega de La Casika,  y la Biblioteca Municipal, donde las horas sacrificadas en pos de los exámenes eran compensadas con un sentido constante de la tentación y la oportunidad sexual.

Por suerte, a pesar de la castración existencial y socio-económica, el deseo se impone. Una chica respondió con simpatía que las zonas de la ciudad vinculadas a su vida erótica o sexual eran “casi todas”. Y es que no sólo Eros vence a Tánatos, sino que los mostoleños y las mostoleñas son capaces de reinventar eróticamente la ciudad, y hasta los elementos urbanísticos carcelarios, como las rejas y las vallas, pueden servir en un momento dado para el disfrute del amor: otra chica identificaba su lugar amoroso de la ciudad con “las vallas detrás del Europa, porque eché allí un polvazo colgada”.

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Colchón situado en un descampado a las afueras de la ciudad, una especie de piso franco para los arrebatos repentinos de pasión.

Entre las leyendas del espectáculo y las leyendas aborígenes.

Interrogados por el misterio o la leyenda de la ciudad, algunas personas constataron que Móstoles carecía de leyendas o misterios. Un hombre afirmo, con sabiduría, la razón de esta desolación cultural: “Yo oí que aquí hubo un alcalde que dijo “me cago en Dios” dio un puño en la mesa y echó a Napoleón a patadas. Pero como Móstoles es una ciudad que en 90% se construyó recientemente, no tiene leyendas”.

Por supuesto el espectáculo capitalista intenta aprovechar este vacío para ofrecer sus tristes sucedáneos, pues nadie puede crecer y madurar sin leyendas y misterios que recarguen el lugar donde vive de esas cualidades “sensibles aunque suprasensibles” que calibran el mundo en su verdadero tamaño. Y podemos constatar que en cierto sentido lo ha logrado. Las leyendas precocinadas que ha fomentado la televisión, como las empanadillas de Móstoles, Iker Casillas, o las Supremas (un trío musical grotesco compuesto por tres señoras del lugar que firmaron una conocida canción del verano) fueron respuestas comunes.

En otro nivel de influencia espectacular escuchamos muchas referencias al alzamiento insurreccional contra los franceses del 2 de Mayo de 1808, el único fragmento de historia en el que,  desde las instituciones oficiales,  nos dejan reconocernos (siempre y cuando nunca tratemos de emular su espíritu). También las leyendas urbanas, sobre todo aquellas asociadas a los temores de la vida moderna, tuvieron su hueco. Especialmente una, narrada por cinco personas sin conexión entre sí,  que afirmaba que en un restaurante chino se había secuestrado a una mujer para robarle los órganos y traficar con ellos. Sin duda el acertijo cultural chino, como el musulmán, sirven como excusa para regar la xenofobia desde la que operará el poder cuando, en medio de las turbulencias sociales por venir, quiera hacernos cerrar filas con aquellos que nos explotan alentando el rechazo frente a los extraños y sus tenebrosas costumbres.

Pero de nuevo tuvimos otra prueba más de que el espectáculo no es omnipotente. Las leyendas aborígenes existen. Quizá no puedan inspirar sagas épicas ni grandes relatos, pero reencantan la vida de aquellos que las habitan. Algunas se aproximaron más a las anécdotas pintorescas, como un negro famoso en la ciudad por declararse neo-nazi. Otras eran sin duda falaces, puro delirio imaginativo, pero sin duda una demostración interesante de cómo las ensoñaciones se abren camino y llenan de emoción incluso aquello que no lo tiene: “los favores de los andaluces para obtener sus beneficios,  se rumorea que puede haber incluso muertos”, respondió un informante. Las hay basadas en experiencias de infancia que marcaron huella por su sentido de aventura: muchos declararon que la leyenda había sido el incendio de una nave a las afueras de la ciudad, que era un almacén de videojuegos, y cuyo destrozo generó un tumulto infantil, pues  permitió a la muchachada asaltar el lugar y ampliar su fondo de videojuegos con cientos de cartuchos rescatados del incendio. Otro habló de unos túneles que conectaban Alcorcón y Móstoles. Un informante contó una preciosa historia de reencantamiento que vivió cuando él era niño: situado su colegio en el borde de la vía del tren de cercanías, los alumnos de los cursos superiores habían convencido a los más pequeños de que desde el tren se hacían fotos con el objetivo de secuestrarlos. Así que en el recreo,  y durante todo un curso, cuando pasaba el tren todos los niños menores de 10 años se tiraban cuerpo a tierra simultáneamente,  como  en un bombardeo, aterrados ante la posibilidad de ser identificados como candidatos para un rapto.

Una importante veta de leyendas fueron todas aquellas relacionadas con el estatus de barrio delincuente y su carisma. La guerra de clases también se disputa en el terreno de las identidades, y la reafirmación orgullosa del pedigrí kinki frente a la gente bien del norte de Madrid, pedigrí a estas alturas exagerado, sigue jugando un papel fundamental en la conciencia de pertenencia de lugar. Las leyendas de perfil más tradicional tampoco fueron inexistentes. Una chica nos contó que si un foráneo bebe de las Fuente de los Peces, en la plaza del Pradillo, se queda en Móstoles para siempre.

Una de las respuestas más interesantes dadas a esta pregunta fue la de una serie de personas, sobre todo jóvenes menores de 30 años, que sin haber participado de modo directo en la acción ni haber tenido contacto con aquellos que la promovieron, destacaron la aparición misteriosa y súbita de la frase “¿Qué coño te pasa con mis vacas?” por toda la ciudad como el acontecimiento más legendario o misterioso que ellos recuerdan[12]: “una de las movidas más míticas es lo de las vacas”.Sin duda, la cosa esa de ¿Qué coño te pasa con mis vacas?”. En cierto sentido, que este acto de terrorismo poético inspirado en una lectura apresurada de Hakim Bey haya tenido una resonancia tal que 10 años después personas ajenas lo recuerden nos demuestra que en el terreno de la magia, las leyendas o el reencantamiento también se puede intervenir.

 

All you need is dynamite.

Como firmaba King Mobb por las calles del East London en los años sesenta desviando  a The Beattles, parece que todo lo que necesita el mostoleño no es amor sino dinamita. Si hay una pregunta que resulta sociológicamente muy reveladora del espíritu de nuestro tiempo es aquella que exploraba los deseos destructivos de los mostoleños. Y es que una abrumadora mayoría de personas, incluidas casi todas las personas no vinculadas a movimientos sociales y transformativos, incluso muchas que por sus respuestas xenófobas estarían sociológicamente cerca del populismo neofascista, han expresado sus deseos de volar por los aires los símbolos del poder y lo han hecho sin ambages.  Esto era algo previsible entre los militantes de izquierdas, que han respondido comisarías, juzgados, sedes de partidos políticos, plaza de todos, iglesias, “en plan 1936” precisó un encuestado. Pero lo que sorprende más es que entre los apolíticos el edificio que concentra todas las iras y los deseos de venganza es el Ayuntamiento, que en algunos casos se deseaba destruir con todos los políticos encerrados dentro.

Sin duda la sensación de desengaño con respecto al régimen 1978 es generalizada al margen de las ideologías, y la crisis económica ha echado mucho sufrimiento personal al fuego. Tanto como para que una pregunta que podía activar los frenos de emergencia de lo políticamente correcto en la gran mayoría (rechazando la posibilidad de destruir algo por su carácter antidemocrático) solo lo hiciera ¡en dos casos de casi 70! El resto dieron rienda suelta a su cólera simbólica que además, salvo alguna excepción, como una chica que sacó del armario sus impulsos eugenésicos al decir que “había que destruir el Parque Huertas para acabar con los yonkis pero sin tocar el Telepizza”, esta furia ha demostrado una puntería muy bien ajustada.

Además de la frustración social, la ira popular también se mostró motivada por otros criterios. El ajuste de cuentas contra la nueva arquitectura lo ejemplificaron respuestas como “Móstoles industrial, es feo de cojones, y además el reloj no va bien”,  “el teatro del Bosque porque se le cae el agua todo el rato y no puede estar así, el campo está hecho para estar en el suelo y no con forma de perro con ojos que dan miedo”. Algún primitivista neo-rousseauniano extiende su desprecio “a cualquier construcción humana moderna”. Algo de este rechazo arquitectónico subyace a una curiosa y recurrente respuesta, que es un odio visceral, por parte de bastantes, al Centro de Arte Contemporáneo 2 de Mayo, “que parece una tele gigante”.

También es un foco de odio común, especialmente entre los militantes de izquierdas, la nueva comisaría, porque a su función social siniestra se le añade una arquitectura de diseño muy moderno que contrasta, hasta el desconcierto, con su papel de mazmorra. Una chica, que quería construir merenderos de madera sobre los nuevos espacios liberados, dejaría en el caso de la comisaria nueva “un enorme cráter como símbolo de su recuerdo”. Y resulta interesante destacar como al menos seis personas contestaron con respuestas que daban el salto de la arquitectura a la crítica del urbanismo. Para ellos lo más urgente era destruir todo el nuevo barrio del PAU4, “sacando previamente a los colegas”,  “porque estaba hecho para secar personas”. No  deja de resultar conmovedora y reconfortante la respuesta ludita de una joven becaria, que quiere destruir la Universidad porque es su lugar de trabajo, y de otro trabajador que desea ver arder los polígonos industriales.

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La nueva comisaría, asomándose amenazante tras un bloque de viviendas.

Leyendo el presente en los trazos de un mapa.

El dibujo de los planos significativos de la ciudad no hizo sino confirmar las grandes corrientes de respuestas que hemos señalado.  Al margen de la casa particular, el elemento que más veces se repitió en estos mapas dibujados a vuela pluma fue el parque de El Soto. Y la suma de todos los parques superó, con mucho, cualquier otra referencia.

Por alguna razón, la gran mayoría de las personas dibujó un mapa abierto, sin ningún límite, como si Móstoles en el fondo no pudiera ser entendida como una unidad contenida sobre sí misma, sino siempre como una  parte de esa enorme mancha de aceite urbano que es Madrid. Los nombres de las calles parecen poco importantes, porque también escasearon, lo que indica una vivencia del espacio concreta, orientada por la propia aprehensión del paseo y no por referencias oficiales. Los dibujos aclarativos de corte esquemático fueron más frecuentes, pero sin ser mayoritarios: árboles, casas, la vía del tren, iglesias, canchas de fútbol. En algunos, el informante apuntó anotaciones biográficas: “porros”, “parque de las peyas”, “toda mi vida”, “zona de mis primeros pedos”. En otros se señalaron acontecimientos, como la caída del helicóptero de la BESCAM.

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En este plano puede apreciarse una figura humana arrojando una bomba 
al Ayuntamiento. Lo interesante es que no fue dibujado por ningún militanterevolucionario, sino por un joven desconectado de cualquier 
movimiento político.
Los dos mapas siguientes no fueron realizados en un minuto, porque los entrevistados decidieron tomar ellos las riendas del juego: 

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¿Un animal domesticado o una fiera en cautividad?

Pero si hubo una pregunta cuyas respuestas fueron abrumadoramente similares, sin existir en principio un motivo para ello, fue la pregunta por el animal que es Móstoles. Casi todas, salvo algunas excepciones[13], e independientemente de la persona preguntada, bascularon entre dos polos que no eran antagónicos, sino que servían para dibujar una misma realidad anfibia, híbrida, contradictoria: el animal doméstico o la fiera en cautividad.

De ente los muchos que respondieron un animal doméstico (gato, perro,  cerdo caballo, o vaca), unos cuantos afirmaron caballo (quizá el caballo Boxer de Rebelión en la granja, cuyo lema era “trabajaré más duro[14]), pero la mayoría de las respuestas optaron por el gato. ¿Y no es el gato, símbolo libertario desde principios de siglo, tótem de las brujas, el diablo y por tanto de la subversión desde tiempos medievales, el animal doméstico menos domesticado, el más independiente, el más traicionero con aquellos que lo domestican, siempre dispuesto al zarpazo, al hurto, a la emboscada? ¿No es por ello mismo el gato también la mascota de La Casika, ese espacio de libertad hurtado a la especulación capitalista desde hace 16 años?  En otras palabras, ¿no es el gato una especie de tierra de nadie entre el salvajismo y la domesticación? Un informante, poniendo énfasis en esta tendencia silvestre, hablo de Móstoles como un gato “casi montés”.

A esta coincidencia de respuestas se suma otra todavía más sorprendente: el relativamente elevado número de personas que hablaron de Móstoles como un animal salvaje en cautividad, o al menos degradado en alguna de sus funciones: “un león gordo”, “un lince ibérico enjaulado en autopistas, deprimido, en peligro de extinción”, “un animal bonito metido en una ciudad”, “un vencejo mutante” “un tigre sin dientes, con mucho potencial, o unos cuantos dientes sueltos a falta de un tigre”. Una chica, que pensó en Móstoles como un perro, habló específicamente de un galgo (un perro de caza, y por tanto un perro más salvaje) “marrón, macho y despistado”[15].

Conclusiones: el tigre sin dientes del proletariado y el declive de la sociedad espectacular-mercantil. 

Este punto de confluencia en las respuestas de tantos, que nos habla de la ciudad como un animal ambiguo,  a medio camino entre la vida salvaje y la vida doméstica, quizá vencido pero todavía no en doma, concuerda con la propia historia de la ciudad y su futuro confuso. Habiendo sido capaz de levantarse y dar varios zarpazos al poder en su corta pero turbulenta historia, Móstoles, como almacén de esa fuerza de trabajo,  lleva décadas sumergiéndose en una profunda somnolencia que la ha vuelto, a ojos de cualquiera que la hubiera conocido a finales de los setenta, casi irreconocible. Sin embargo, la rebeldía no fue erradicada. Sólo se replegó en escondites a esperar la quiebra de la paz social que el capitalismo provoca cada cierto tiempo. Hoy cuando la historia vuelve a llamar a nuestra puerta, y esta vez no en forma de una crisis cíclica más sino de un auténtico crack civilizatorio del que todavía hemos conocido sólo sus preámbulos, el tigre del proletariado mostoleño ha querido enseñar de nuevo los dientes. Todavía le pueden al tigre del proletariado las inercias de la cautividad. Sus dientes siguen tullidos y no es seguro que el daño a su fiereza pueda revertirse, como tampoco es seguro que su fiereza baste para lo que algunos de sus más intrépidos hijos anhelamos. Si Móstoles y la periferia Sur de Madrid va a responder al colapso desde la revuelta o desde la impotencia es algo que está por dilucidar. Pero esta investigación surrealista nos ha dado algunas pistas.

En primer lugar, que el sentido común de la democracia burguesa está  irreversiblemente roto. Como demostró la pregunta por los deseos destructivos, el odio hacia el sistema institucional vigente es masivo, independientemente de los posicionamientos ideológicos izquierda-derecha,  y si se mantiene en pie no es por respeto o por fidelidad, sino por temor a la represión. Pero como la historia ha demostrado, nada puede ser mantenido durante mucho tiempo sólo en base al miedo.  Esta ruptura ha provocado que las antiguas dicotomías con las que nos movíamos en los años noventa y 2000 estén perdiendo su sentido, al menos en Móstoles, convirtiéndose en fraseología vacía. La misma persona que en algunos aspectos de sus prácticas políticas podría ser catalogado en los noventa de reformista, pues aspira a usar los mecanismos institucionales para conseguir cambios sociales, fantasea con disturbios y sueña con exportar  al barrio el espíritu de Gamonal  para anclar la defensa de La Casika. La violencia, sobre todo la que no se ejerce de manera directa contra personas, ya no es un problema moral, es un problema táctico. Y   sobre todo ha dejado de ser un tabú desde que ya es evidente para todos que la mayor violencia existente es la que ejerce la propia normalidad capitalista. Un lustro de crisis socioeconómica ha sido mucho más eficaz, a nivel pedagógico, que toda la propaganda insurreccional de las dos décadas anteriores. Hoy en Móstoles un socialdemócrata, de talante pacífico y humanista, se divierte sin ante un video en el que un botellazo en la cabeza hiere a un antidisturbio y lo hace sin reparos éticos. Si según Darnton una matanza de gatos pudo anunciar la inminencia de la Revolución Francesa, este nuevo sentido del humor puede ser una señal de las turbulencias que están por llegar.

De cara a la rebeldía, el proletariado mostoleño cuenta con una ventaja a su favor: conserva todavía los espacios físicos para desplegar su capacidad de encuentro y, a la vez,  un sistema de valores que  jerarquiza esta capacidad de encuentro como el sentido principal de la vida. Lo que le pasa a alguien en Móstoles todavía tiene alguna repercusión en los demás. Y es que a pesar de los avances en la desarticulación comunitaria objetivamente contrastables en las sociedades capitalistas avanzadas, una ciudad como Móstoles todavía guarda a este respecto un hermoso retraso. La propia historia de Móstoles, con sus virulentas aunque moderadas luchas, confirma que la vida de calle no es un factor suficiente para desencadenar una revolución que sea capaz de asumir la inmensidad de las tareas que implicaría abolir las clases sociales y Estado. Pero sin duda barrios vivos son el material conductor a través del que se puede contagiar cualquier revuelta, también las del sentido común, que retornarán  a medida que el capitalismo se hunda en su propia muerte de éxito,  como ya están retornando en el tema de la vivienda o la comida.  Si las especulaciones interpretativas que nos ha inspirado el simbolismo de esta encuesta tienen razón, una parte importante de los mostoleños tienen sed de conmoción, de irrupción, de ruptura: lo que se esconde debajo de Móstoles, en su inconsciente, es un anhelo de revuelta.

Como la historia reciente no ha dejado de demostrar, el odio a los políticos y las instituciones burguesas, la exigencia de conmoción,  no bascula necesariamente hacia posiciones emancipadoras. También puede caer del lado del populismo neofascista, como estamos contrastando a nivel europeo con el auge de la extrema derecha, que también sabe provocar motines y revueltas. En este punto, los augurios son confusos. La encuesta ha demostrado que en Móstoles existe también un caldo de cultivo objetivo para la implantación de movimientos similares a Amanecer Dorado en Grecia.  Además de las respuestas motivadas por prejuicios directamente racistas, la anomia emocional y la colonización de los imaginarios por parte de las fuerzas seductoras del capital fomentan nihilismo social, que es siempre la antesala del fascismo. Pero al mismo tiempo, las muestras de capacidad para autoproducir significado y  dotarse de  referencias propias con un perfil emancipador siguen siendo asombrosa. La capacidad de reencantar esta vida cotidiana ahogada en miserabilismo, y de pelear por ella, es un atributo popular que no se ha perdido.

Jordi Maiso afirma que no hay un afuera del capitalismo ni su desastre. Pero que este, a su vez,  jamás agotará la realidad. Este diagnóstico nos sirve para Móstoles, que se descubre como un lugar permanente mestizo. La ciudad dormitorio, presionada por las condiciones materiales de un mundo en quiebra que ya han provocado una mutación en el sentido común vigente, se debate entre consolidar su derrota o reencontrar su lado más indómito, como en los años setenta, cuando la lucha también era una urgencia. La amenaza de desalojo de La Casika, fechada para los primeros meses del 2014, va a suponer una prueba de fuego para el incipiente movimiento anticapitalista mostoleño que lleva varios años atreviéndose a hacer algo más que dar vueltas persiguiéndose el rabo de su propia identidad. Y ojalá que los dientes más valientes del proletariado del sur de Madrid, los que quieren morder al capitalismo con las piedras, y con el fuego, y con las palabras, y con las asambleas, y con los cuentacuentos infantiles, y con la okupación de viviendas, y con los huertos urbanos, y con los bancos de tiempo, y con el consumo responsable, y con la lucha antifascista, feminista o ecologista, y con la autogestión, y con el sindicalismo y el rechazo al trabajo, y con la vivencia de su maternidad y con la práctica de la poesía por todos los medios y hasta si me apuras, aunque creo que se equivocan profundamente, con un voto, encuentren por fin a su tigre.

Emilio Santiago Muíño.

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[1] Decir Móstoles es decir Aluche, Alcorcón, Leganés, Parla, y otras ciudades y barrios del Cinturón Rojo  de Madrid, pero también Hospitalet de Llobregat, Badalona, Paterna, Alcalá de Guadaira, Mairena de Aljarafe o Getxo.

[2] La historia del convulso proceso de urbanización de Móstoles ha tenido, entre sus consecuencias más inesperadas y hermosas, la conformación de un paisaje psicogeográfico mucho más estimulante de lo que hoy es habitual en los nuevos barrios proletarios, ahora diseñados con aridez cartesiana:  un callejero laberíntico, donde todavía conviven la ciudad densa y las zonas baldías, repleto de parques, callejones, recovecos, pasadizos y todo tipo de elementos económicamente antifuncionales,  pero que actúan, a nivel social, como pequeños pliegues urbanos que fomentan el encuentro, el amor y la camaradería.

[3] En el año 1992, 12 personas fallecieron en un incendio desatado en un edificio  del barrio de Villafontana, tragedia facilitada por lo inadecuado de los materiales de construcción empleados (las terrazas estaban recubiertas de un material plástico altamente inflamable).

[4] Santiago, joven antifascista mostoleño, quedó inválido tras una agresión fascista el 20 de Noviembre de 1994. En Mayo 1995, Ricardo Rodríguez García, “Richard”, fue asesinado por un nazi en el barrio hermano de Alcorcón.  Estos dos casos son sólo la punta del iceberg de un clima de hostigamiento que en aquellos años era asfixiante.

[5] Por ejemplo, tras la okupación de La Casika y ante el temor de una extensión del fenómeno de la okupación la orden de derribar los tejados de todas las casas vacías del casco viejo vino de un alcalde socialista. Esteban Parro, alcalde del Partido Popular, ordenó el derribo de una casa okupada en el casco viejo con sus habitantes dentro.

[6] En los años noventa personas de todo el planeta venían a Móstoles a fotografiar y admirar los muros dibujados por escritores (graffiteros) mostoleños. A los que tuvimos la suerte de ser niños en aquella década, los graffitis y aquellos que los firmaban nos permitían tener algo mucho más importante que un ídolo juvenil: un ejemplo, que nos ensañaba amor propio, que nos ensañaba que podíamos ser únicos a pesar del desastre que nos rodeaba.

[7] La experiencia de parque es, a diferencia del ocio programado de la sociedad de consumo,  esencialmente anti-económica, aunque es innegable que alrededor del parque florecen algunos pequeños negocios, como juncos alrededor de un estanque, que aprovechan las necesidades del encuentro personal para vender mercancías. Especialmente importantes en este sentido son  las pequeñas tiendas de frutos secos y ultramarinos que suministran cerveza y aperitivos para transitar el paso de las horas ociosas.

[8] La proporción de árboles-habitantes en Móstoles es de las más altas de Europa, casi un árbol por cada dos habitantes. A las grandes zonas verdes se les suma además una red capilar de microparques o espacios que funcionan como tales, red que ha conformada por los huecos dejados por el desarrollo urbano caótico (pequeños rincones, placitas, escondrijos, casi todas equipadas con bancos, bordillos o escaleras que hacen la función de asiento improvisado).

[9] Esta respuesta me pareció interesante y nos da una pista a tener en cuenta: la era de internet ha depreciado el valor de los conocimientos y las competencias cualitativas de las personas concretas, dificultando  la generación de relaciones aprendiz-maestro y difuminando la singularidad de los tejidos sociales: antes Móstoles podía ser entendido como un entramado puntillista de focos de autoridad en el sentido sano de la palabra (un experto en música reggae, un loco de las motos, un anarcólogo) y ahora, por efecto de internet, y el recurso de consultar las dudas al oráculo de Google, el mapa personal se ha vuelto más plano y algo más irrelevante.

[10] Alrededor de la zona de la estación de Renfe de Móstoles Central se ha generado un pequeño núcleo donde la mayoría de los comercios (locutorios, bares, peluquerías, carnicerías) están regentados y enfocados a diversos colectivos de la población migrante mostoleña.

[11] En la novela José Ardillo habla de Alcorcón, concretamente del barrio San José de Valderas,  pero la idea es extensible a Móstoles.

[12] Esto también fue recordado por algunos participantes en la acción, pero el impacto de la respuesta es mucho más importante  entre aquellos que no lo vivieron de modo directo.

[13] Una araña, una pantera, dos leones, un oso, un toro, un mapache, un ornitorrinco, un zorro, un pelícano, un ciempiés, un mono y un delfín.

[14] Quizá, al igual que con el caballo, en el informante que respondió “una hormiga de un hormiguero” operó esta idea de domesticación consumada. Suponemos que ese hormiguero es Madrid, que además ya no es posible pensarla por si misma sino como nodo de la megalópolis global capitalista.

[15] Tres personas compartieron también la respuesta “hipopótamo”, lo que puede parecer  una asociación absurda y un azar sin relevancia.  Sin embargo, el simbolismo del hipopótamo puede ser análogo al de otras respuestas: un animal anfibio, que vive entre dos mundos, y que bajo su apariencia rechoncha y  ridícula esconde uno de los animales más peligrosos y agresivos del planeta.


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