ASÍ SALVAMOS EL MUNDO: UNA VISITA DESDE 2050

Con motivo de la Semana del Medio Ambiente de Móstoles de 2018, el Instituto de Transición Rompe el Círculo y el colectivo Contra el Diluvio organizaron unas jornadas bajo el nombre «Regreso del futuro: así venció la transición ecosocial».  Las abría la charla, «Así salvamos el mundo: una visita desde 2050» en la que Héctor Tejero y yo mismo especulábamos sobre cómo se había dado el proceso exitoso de cambio ecológico, en mi caso desde el 2030 y en el de Héctor desde el 2050.

A continuación el vídeo de la intervención.

Así salvamos el mundo: una visita desde 2050 [Emilio Santiago-Instituto de Transición Rompe el Círculo- y Héctor Tejero -Contra el Diluvio-]

También se reproduce el texto «Un WIllian Weston de Le Monde en el ecosocialismo ibérico». Unos fragmentos de un reportaje ficcionado de un periodista francés por la España de 2030. Este texto ha sido además incluido en el libro Humanidades Ambientales. Pensamiento, arte y relatos para el Siglo de la Gran Prueba, editado por Catarata.

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UN WILLIAM WESTON DE LE MONDE EN EL ECOSOCIALISMO IBÉRICO

Parte I. Introducción

Del tsunami geopolítico que supuso la implosión de la Unión Europea en 2021, la Confederación Ibérica (CONIBER) es uno de los desperfectos más singulares. Y a pesar de la vecindad geográfica, una experiencia todavía poco conocida para una Francia que se está adaptando al caos creciente por el camino contrario. El recelo mutuo se impone: los Pirineos son hoy una línea del ecuador que separa dos antípodas políticas. Quizá los futuros cimientos de una suerte de telón de acero.

La VI República Francesa, bajo la doctrina del Estado de Emergencia Sostenido, está reforzando hasta puntos democráticamente muy peligrosos nuestro tradicional centralismo. También desempolvando la apisonadora cultural de la identidad nacional más retrógrada. Por el contrario, CONIBER se está conformando como un complejísimo ensamblaje institucional descentralizado hasta el delirio. Un amasijo plurinacional que reúne, tras la reciente autodeterminación de las Azores, 8 nuevas repúblicas nacidas de los antiguos Estados de España y Portugal. Superponiéndose, una red de casi 10.000 municipios con un nivel de soberanía local tan profundo que vuelve a la entidad que los coordina una especie de Estado paralelo.

Pero el abismo que se está abriendo entre nuestros países es sobre todo el cisma de dos proyectos socioeconómicos enfrentados. En Francia las izquierdas asistimos impotentes al forjado de una aleación política tenebrosa, que nos coloca fuera del mapa y está acumulando todos los resortes del poder: la fusión de las viejas élites europeístas, que expurgan a toda velocidad su antiguo liberalismo, con un Frente Nacional reinventado como partido de orden y pilar del Estado. Para ello, el FN abandona la radicalidad del discurso social con el que ganó a la clase trabajadora autóctona. Y acentúa el supremacismo nacionalista como promesa protectora llamada a conciliar los intereses de capital y trabajo frente al enemigo externo e interno. Por el contrario, las viejas élites liberales de la Península Ibérica están optando por el exilio. Parece que dan temporalmente por perdidas a España y Portugal, donde se ha impuesto un giro revolucionario muy extravagante: como sabemos, CONIBER ha tenido la osadía de declararse constitucionalmente en transición hacia el ecosocialismo.

La relación de la izquierda francesa con el experimento ibérico es ambivalente. En un contexto de peligro de extinción política, para una parte creciente de nuestras compañeras y compañeros el nuevo país es una suerte de reserva espiritual y una moda necesaria. También un laboratorio que está desbrozando los caminos que el cambio social, ya irremediablemente verde, tendrá que recorrer. Y aunque nadie lo dice abiertamente, alivia tener cerca un santuario amigo: si las cosas terminan de ponerse feas en Francia, habrá donde huir.

Sin embargo, para otra parte de nuestra izquierda, aún mayoritaria, CONIBER es una incómoda compañera de viaje. La solidaridad se impone. Y más ante la demonización mediática de la derecha francesa en el poder, para la que CONIBER ejemplifica todos los males de eso que los discursos supremacistas maldicen bajo el rótulo de “humanismo naif”. Pero no es ningún secreto que la estrategia general del nuevo régimen, y el sentido de las reformas, cuanto menos desagradan. Hay incluso quien las entiende como un camino suicida que en Francia hemos de evitar a toda costa.

Tras la ruina neoliberal, es obvio que el intervencionismo económico, el apoyo decidido al cooperativismo o la socialización de bancos y empresas energéticas han despertado entusiasmo en nuestra maltrecha izquierda. Aunque asusta todavía el ritmo acelerado y la radicalidad de algunas medidas. Por ejemplo, la legalización de la okupación de millones de viviendas, que eran propiedad de bancos y fondos de inversión extranjeros. Seguramente ha sido una apuesta demasiado arriesgada para la frágil situación geopolítica del joven país. Una apuesta que todavía puede salir muy mal. Pero el pecado escandaloso de españoles y portugueses está siendo, a ojos del progresismo francés, ligar la necesaria transición ecológica con empobrecimiento voluntario y retorno al pasado. Una política, por tanto, que parece haber picado en el anzuelo de la idea de “escasez estructural” que tanto rédito ha dado a la extrema derecha en todo el mundo la última década. Así el impulso reruralizador ha sido calificado de polpotiano. Y la política energética, que está teniendo un impacto muy alto en el deterioro de calidad de vida, a muchos se nos antoja diseñada por luditas fanáticos. De media, los cortes programados de luz basculan entre las 7 y las 9 horas diarias. Y el automóvil se ha convertido en un bien de lujo. Todo ello está dándose además aderezado por una suerte de revolución cultural, que se asemeja a una conversión religiosa, y que genera en Francia repugnancia intelectual: en ella se mezclan referentes de la cultura de masas de la era de internet, ecos trasnochados del anarquismo ibérico y los tópicos magufos más inconsistentes del naturismo hippie. Estos últimos van conformándose como dogmas de una sociedad que parece aspirar a la santidad ecológica.

Lo cierto es que CONIBER es un proceso con muchas sombras: ataques histéricos a la libertad de mercado; intolerancia cultural contra las supervivencias de la sociedad de consumo; torpeza diplomática y falta de realismo geopolítico. Pero todo ello se entremezcla con interesantes ensayos de vanguardia en el ámbito de los nuevos derechos civiles: derechos comunitarios, nuevos bienes comunes, derechos de los animales y la naturaleza. Y aunque los indicadores macroeconómicos clásicos de la nueva confederación, como el PIB, son desastrosos, algunas de sus políticas ecologistas han despertado ya una merecida atención internacional. En un mundo cada vez más hambriento, el repoblamiento joven de los desiertos demográficos del país está consiguiendo desarrollar una autarquía alimentaria con métodos agroecológicos. Pronto CONIBER será capaz de exportar comida.

En los círculos de la izquierda francesa es común bromear afirmando que esta revolución ibérica es una versión menonita de Revolución Rusa: electricidad-renovable- más soviets, añadiendo granjas y reforestación. Socialismo a ritmo de burro, como soñaba el último Bujarin. Esta serie de reportajes, donde jugaré el papel de William Weston en aquel famoso viaje ficticio a Ecotopía, quiere acercar al lector a la vida cotidiana en la Confederación Ibérica más allá del tópico del “comunismo de amish”.

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Parte XIII-El antiguo cinturón rojo de Madrid

A Móstoles se llega en un tren de cercanías muy viejo, pero que pasa con una frecuencia asombrosa. El precio del billete es ridículo. Uno lo percibe como otra prueba que daría la razón a la crítica liberal a CONIBER: de nuevo, el socialismo parece una excusa para abrir una barra libre de subsidios. Algo que a la larga sólo puede conducir a la ruina del país. Un graffiti con un enorme velocirraptor da la bienvenida a la ciudad: otra buena foto para un libro de extravagancias ecosocialistas ibéricas.

Algunos datos básicos. Móstoles antaño fue la ciudad demográficamente más importante de la corona metropolitana de Madrid: casi 220.000 personas hace menos de una década. Más que una ciudad, deberíamos pensar en un gran barrio dormitorio, de bloques de viviendas feos y homogéneos. Un “no lugar”, al estilo de Montreuil o cualquier otra de nuestras banlieues. Pero con un componente menor de segregación étnico-racial. Junto con otras ciudades calcadas, como Fuenlabrada o Alcorcón, conformaban el particular ceinture rouge madrileño: un espacio urbano, sociológico y demográfico de más de un millón de personas, donde por la noche dormía una clase obrera que por el día trabajaba esencialmente en la gran capital. Y donde la izquierda ha tenido, tradicionalmente, un granero importante de votos.

Hoy habita Móstoles aproximadamente la mitad de su población histórica máxima. En CONIBER pareciera que estos sitios, más que ciudades, van a pasar a la historia como campamentos de refugiados a cámara lenta. Se llenaron durante el éxodo rural. Y hoy se vacían igual de rápido en ese éxodo urbano que el gobierno de CONIBER se empeña en promover. El interés de Móstoles también es simbólico: fue una de las primeras ciudades, allá por 2015, que por la acción combinada de un grupúsculo de activistas y la candidatura municipalista post15m,  hizo de la transición ecosocial un objetivo político institucional.

En la propia estación de Móstoles-El Soto hay una casa de cambio que me permite trocar mis pesetas en moneda local. Como en otros lugares, la moneda local también es una herramienta de redistribución de riqueza: la tasa de cambio financia la hacienda municipal. Su uso no es económicamente imprescindible, pero permite una inmersión mayor en el ambiente. En Móstoles la moneda local se denomina “empanadilla”, que es una especie de rissoles saboyardos en versión castellana. Al principio creía que se trataba de un plato típico. Más tarde supe que hace referencia a una broma televisiva de los años ochenta del siglo XX que no terminé de comprender.

Muchas de las realidades ya tópicas de CONIBER están presentes en Móstoles: los cortes de luz programados, el uso masivo de bicicletas, las bulliciosas y confusas asambleas barriales… Un enorme parque eólico se levanta sobre un suelo que los viejos planes urbanísticos habían destinado a usos industriales que nunca llegaron. Y el gobierno confederal está realizando una inversión millonaria, y seguramente poco sensata, en el desoterramiento de un antiguo riachuelo que atraviesa la ciudad. Como en otras ciudades, los huertos proliferan por todos los rincones. Y es el Parque Agroecológico Metropolitano situado en las afueras la mayor fuente de empleo local. Las calles y plazas también aquí se renombraron tras las revuelta de 2023: no faltan los clásicos como la avenida “del 15M”. Y otros más pintorescos, como la avenida “El tiempo de las cerezas”. Me quedo con el largo nombre de dos plazas: plaza “Para que los padres y las madres cuenten a sus hijos sus sueños” y plaza “Para hacer el amor con desconocidos con una venda en los ojos”. En Móstoles es una moda curiosa que un sector de población intenta adecuar los nombres de estos sitios a los nuevos usos y costumbres emergentes. Y lo de hacer el amor en espacios públicos tampoco aquí es solo una metáfora: de un modo especialmente intenso, en Móstoles se respira en el aire esa inflación erótica de la vida cotidiana que está teniendo lugar en CONIBER, y sobre la que se ha escrito, y he escrito, demasiado. Una última apreciación por mi parte: definitivamente parte del “turismo eco-revolucionario” europeo que visita CONIBER bajo la excusa de la solidaridad política tiene también algo de excursión erótico-festiva.

Si tuviera que destacar algunas diferencias, Móstoles está haciendo un esfuerzo impresionante en la acogida de refugiados climáticos. Su política de donación de tierras, para el poco suelo agrario disponible, es de las más generosas del país. Que Móstoles tiene un sustrato sociológico bastante comprometido con el proceso ecosocialista se refleja también en algunos detalles curiosos. Por ejemplo, toda la ciudad conforma una suerte de exposición al aire libre que se denomina “Museo de los horrores antiguos”. En ella, objetos cotidianos de uso común en el pasado son señalizados explicando una supuesta función opresiva ya superada. Por ejemplo, las cámaras de vigilancia se denominan “objeto que nos hacía vivir en un cárcel de insectos”. Y un viejo cartel publicitario del portero de fútbol Iker Casillas, que fue famoso a principios de siglo y que es oriundo de Móstoles, reza así: “diosecillos vulgares que eran adorados sin hacer milagros a cambio”.

A simple vista, el rasgo más llamativo de Móstoles es una abundancia impresionante de edificios vacíos y el deterioro arquitectónico consecuente. Algo que se explica por la rapidez del proceso de despoblación. A ojos franceses, estas ruinas prematuras dan al paisaje urbano un aire tercermundista chocante. Pero casi todos los bajos comerciales, y muchas de las plantas más bajas (los ascensores no funcionan durante los cortes de luz), han sido ocupados por proyectos asociativos de la naturaleza más diversa. Desde entidades fácilmente reconocibles, como clubs de ajedrez o sociedades gastronómicas, hasta auténticas locuras ibéricas fascinantes, como una cofradía de cartógrafos imaginarios o un gabinete de adoradores de sueños. Uno de los elementos más sorprendentes de mi viaje está siendo constatar como el empobrecimiento económico y energético ha sobreexcitado la actividad de la sociedad civil en todas sus facetas. Esto se ve de modo especialmente claro en Móstoles: los tres grandes focos de irradiación de nuevas prácticas  que he detectado como motores de la revolución cultural en marcha (comunidad, creatividad y festividad), han hallado aquí algunas expresiones especialmente notables. Me cuentan que desde 2024 cada equinoccio y cada solsticio se reúnen en un parque periurbano llamado El Soto romerías musicales de todas las culturas que habitan la ciudad. Es una jam sesión gigantesca, que dura casi una semana, y que convoca desde gaiteros galegos hasta tambores senegaleses, pasando por cantaoras flamencas, ritmos árabes y una orquesta de Europa del este especializada en himnos de los antiguos países socialistas. Los aficionados a las mitologías imaginarias aprovechan la ausencia de iluminación nocturna para hacer astroacampadas entre los cultivos del Parque Agroecológico e inventar nuevas constelaciones. Hasta las farolas y los bolardos son decorados por las comunidades de vecinos. Se trata de una hermosa competición que está embelleciendo Móstoles en un extraño y colorido contraste frente a la erosión habitacional que empieza a acusar la ciudad.

labores de preparación del huerto de Pradillo

Esta explosión selvática de creatividad y festividad ha alcanzado hasta los símbolos oficiales de la Comuna. Ese velocirraptor que me topé a mi llegada, y luego vi reproducido por todas partes, es algo así como el animal emblemático oficial del municipio. Así me lo explicó Aisha Abeyad, la alcaldesa aleatoria de la ciudad (Móstoles está entre las comunas que han adoptado las fórmulas más radicales de democracia municipal, como el sorteo para la elección de sus cargos político-administrativos). En una disputa que solo podríamos calificar de patafísica o surrealismo de masas, vacas y velocirraptores han dividido Móstoles en dos bandos irreconciliables. Los viejos antagonismos como izquierda-derecha o Barça-Madrid han quedado atrás. Sin que nadie sepa muy bien qué significa, y tras una disputa intensa que ha llegado incluso a convocar un referéndum popular, el velocirraptor ha impuesto su hegemonía. El conflicto vacas vs velocirraptores representa bien la frondosidad simbólica delirante que está surgiendo como respuesta que compensa la ruina del consumo. Y aunque nos parezca incomprensible, es indudable que todo esto tiene algo de profundamente adaptativo en un contexto de carestía creciente.

Así como el Bronx fue en siglo XX el caldo de cultivo de movimientos globales como el hip-hop, Móstoles va camino de algo parecido para el siglo XXI: es la Meca de dos importantes contraculturas que ya se han extendido por todo el país y comienzan a tener franquicias en el extranjero. Por un lado las órdenes mendicantes laicas: una tribu urbana conformada por una suerte de monjes ecologistas que han hecho de la austeridad y de una ética de los cuidados su estilo de vida. Por otro lado los dandis descalzos: un movimiento una generación más joven, conformado esencialmente por adolescentes y postadolescentes, que nació como reacción al espíritu restrictivo de las órdenes mendicantes laicas. Los dandis descalzos buscan experimentar fórmulas de hedonismo extremo, con drogas, música y prácticas sexuales muy sofisticadas, pero haciendo de la autoproducción, el reciclaje y otras conductas ecologistas un rasgo de identidad (y también de estatus). Otras importantes escenas contraculturales siguen siendo endógenas. En mi día de visita pude entrar en contacto los bossanovers, unos apasionados de la bossa-nova que tienen su propia jerga en portuñol. Y sus grandes rivales, las chicas del electro-swing: un colectivo de lesbianismo político que ha hecho de esta hibridación musical su centro de gravedad vital.

Hace cuatro años, un comando de las órdenes mendicantes laicas realizó una performance que ha dado lugar a curioso un monumento espontáneo. Para reivindicar la lentitud como icono de una calidad de vida alternativa decidieron abandonar en una plaza todos los relojes que encontraron. La chispa prendió. Hoy tirar un reloj en la renombrada “Plaza para danzar bajo la tormenta sin ropa” es ya una costumbre popular. E incluso un rito de paso para visitantes ocasionales. Son miles de relojes rotos que conforman un cementerio perturbador, que se asemeja a un cuadro de Dalí. El onirismo del lugar solo es comparable al bosque oriental de paulonias y bambús que crece en las ruinas de un polígono industrial arrasado por un tornado. En su origen fue también otra acción directa: esta vez, de un grupúsculo ecologista vinculado al movimiento internacional guerrilla garden.

Como en otras partes, dedico un tiempo a entrevistarme con la oposición política. En Móstoles la conforman un conglomerado de intereses diversos, donde destacan los antiguos propietarios de suelo nunca urbanizado. Los argumentos se repiten. Un sector de la población, que ellos consideran menos minoritario de lo que argumenta el gobierno, parece estar viviendo una pesadilla. Aquí también escandaliza el empobrecimiento y la regresión técnica. Y aflora tanto una aguda nostalgia como una suerte de sentimiento de humillación colectiva por la pérdida de los viejos estándares de comodidad, confort y consumo. En Móstoles las quejas sobre la violencia de la dictadura ecologista parece que no denuncian tanto una supuesta represión directa sino un linchamiento cultural: la impotencia que genera un consenso cada vez más incontestable. De un modo exagerado, me parece que en Móstoles el altísimo sufrimiento social de los primeros años veinte, y especialmente el trauma del golpe de Estado fallido, ha vacunado a la mayoría de la población contra cualquier tentación de vuelta atrás. En este contexto, ser oposición política en Móstoles tiene algo de heroísmo patético: se agitan como peces fuera de un río que sencillamente parece que ya no comprenden hacia dónde discurre.

Paso mis últimas horas de observación participante echando una siesta en uno de los rincones más famosos de la ciudad: el hamacódromo popular. Un conjunto de hamacas públicas situadas en un pinar de un parque céntrico donde los mostoleños disfrutan de largas siestas que ayudan a pasar el calor de las horas centrales del día. Un cartel explicativo reivindica el “derecho a la pereza” como un elemento básico de la nueva declaración de derechos humanos que deberá escribirse en el siglo XXI. Parece una suerte de ajuste de cuentas de los valores del sur de Europa contra el productivismo protestante del norte que ha gobernado el mundo los últimos 500 años. Adormecido bajo las ramas de los pinos, siento admiración y también preocupación. Y me invade cierto pesimismo histórico: esta hermosa nave de locos en que se está convirtiendo la Península Ibérica nunca podrá ganar a Francia la guerra económica. Mucho menos la militar. ¿Será la guerra por el sentido de la vida una guerra asimétrica que sí podrán ganar nuestros vecinos? Quisiera creerlo, pero sigo sospechando que para que CONIBER no pase a la historia como otro experimento romántico fallido deberá transitar, más pronto que tarde, por su momento jacobino. Que echará a perder lo mejor de su ingenuidad y su belleza. Y pondrá a prueba tanto la inteligencia política de sus dirigentes como la fortaleza de sus pueblos.

Jean François Viennet

En Móstoles, 31 de octubre de 2030

 

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